Fue la cocina, no la carne

Cuando leí al primatólogo inglés Richard W. Wrangham defender que uno de los momentos cruciales de la evolución humana había sido la utilización del fuego para cocinar alimentos me convertí en entusiasta de sus teorías y lo seguiré siendo hasta que no me demuestren que está equivocado. Lo que más me gusta de la ciencia […] The post Fue la cocina, no la carne appeared first on 7 Caníbales.

Ene 26, 2025 - 13:31
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Fue la cocina, no la carne

Cuando leí al primatólogo inglés Richard W. Wrangham defender que uno de los momentos cruciales de la evolución humana había sido la utilización del fuego para cocinar alimentos me convertí en entusiasta de sus teorías y lo seguiré siendo hasta que no me demuestren que está equivocado. Lo que más me gusta de la ciencia es que su verdad es siempre provisional. Así de sencillo me lo explicó hace ya treinta años Jorge Wagensberg, el fallecido director del Museo de la Ciencia de Barcelona, el más lúcido divulgador científico que he conocido.

Hace aproximadamente un millón y medio de años los homínidos empezaron a comer más proteína animal y poco a poco se fueron produciendo en sus cuerpos varios cambios fisiológicos importantes. Se redujo el tamaño de la boca, de los dientes, de las mandíbulas y algo tan o más importante, se redujo la longitud de los intestinos. Los ‘carnivoristas’ contemporáneos defienden acá y allá que comer carne nos hizo más inteligentes, más poderosos y, por ende, conquistamos el planeta, pero la verdad científica contemporánea otorga una mayor importancia al control del fuego que al consumo de animales. Podríamos resumir diciendo que el avance disruptivo fue cocinar.

En su libro ‘Catching Fire: How Cooking Made Us Human’, publicado años después en España bajo el título ‘En Llamas, cómo la cocina nos hizo humanos’, Wrangham sostiene que cocinar con fuego –Ferran Adrià diría con razón que también se cocina sin él, pero ese es otro tema– hizo que los alimentos fueran más fáciles de digerir y proporcionaran una mayor renta de energía, permitiendo, entre otras cosa, el desarrollo de cerebros más grandes. Según sus planteamientos, ratificados por la científica Rachel Carmody, experta en el estudio de cómo el cuerpo humano recibe y utiliza la energía, la cocción al fuego fue decisiva. En condiciones naturales, según Carmody, los humanos apenas pueden vivir unos meses sin cocinar, aunque tengan acceso a la carne. La proteína animal tiene un gran valor energético, pero también lo tienen los tubérculos y algunas plantas.
Capacidad de comunicación
Hay otros expertos que cuestionan que el fuego como técnica de cocción fuera el único responsable de tamaño cambio. El profesor de la Universidad de Cantabria Alberto Gómez-Castañedo afirma que el control del mismo fue muy importante, pero no solo porque permitió cocinar, sino porque favoreció la reunión de los grupos humanos en torno a lo cocinado, lo que mejoró la capacidad de comunicación entre individuos y pudo influir en la aparición de la empatía, la tolerancia y la comprensión mutua favorecida por la cercanía de los que compartían calor y comida.

El catedrático de Biología Ignacio Pérez Iglesias, compañero en antiguas batallas universitarias, ha investigado también al respecto y explicado el motivo por el cual una misma cantidad de alimento cocinado rinde mucha más energía y nutrientes que si se ingiere crudo. El motivo es que las moléculas de gran tamaño, caso de proteínas y carbohidratos, cambian su estructura al ser cocinadas y se vuelven más accesibles a la acción digestiva. Por tanto, se puede vivir con menos cantidad de alimento y se necesita mucho menos tiempo para conseguirlo, masticarlo y digerirlo, lo cual nos lleva a un sistema digestivo más pequeño que el que tenían nuestros antepasados y también a un gran cambio de nuestras sociedades puesto que abre las puertas a la división de tareas.

Tejidos caros

Hay una última teoría, anterior en el tiempo, después revisada por sus propios autores, que da profundidad a esta foto, según he podido leer en un artículo de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV. Se llama la ‘Hipótesis de los tejidos caros’ y es obra de la paleoantropóloga estadounidense Leslie Aiello y el biólogo Peter Wheeler. Según sus investigaciones, hay una relación muy estrecha entre el crecimiento del cerebro y el acortamiento del intestino. Los tejidos del cuerpo que necesitan más energía para crearse son los del cerebro y los del tracto digestivo, hasta veinte veces más que los del corazón. Así que si bien la ingesta de carne facilitó, que no generó, el desarrollo de un cerebro más grande, al tiempo se tuvo que simplificar el sistema digestivo. Digeríamos mejor los alimentos cocinados, pero también necesitábamos más energía para alimentar a un cerebro mayor. Las primeras especies de Homo, en cualquier caso, serían ya omnívoras, como nosotros y, además utilizaban herramientas de piedra, lo cual les abrió el rango de las especies comestibles y les permitió trocear y separar las que consumían, haciendo más sencilla su cocción y digestión.

Doscientos años antes que estos científicos, en el siglo XVIII, el escritor y biógrafo escocés James Boswell ya denominó al ‘homo sapiens’ como el ‘animal cocinero’ (The Cooking Animal) por cuanto, según reflexionaba, la capacidad de cocinar es la que más nos diferencia de todas las demás bestias del mundo. Hay otras que también son inteligentes y hasta utilizan herramientas, pero ninguna otra es capaz de cocinar.

Podemos terminar asegurando que la alimentación ha sido y es el gran conector de nuestra historia. Hemos dejado pequeño el planeta a fuerza de querer comer más y mejor. El concepto de la emigración, el del viaje y hasta el de la conquista están íntimamente ligados a la boca y al estómago, después a la cultura y a las riquezas, pero antes a la supervivencia alimenticia.

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