Leila Guerriero. La llamada.

Anagrama, 2024. 430 páginas. Un enorme perfil de Silvia Labayru, que fue torturada en la ESMA estando embarazada por pertenecer al movimiento clandestino montoneros y que fue liberada después de dar a luz a su hija en el centro de tortura gracias a la llamada que da título al libro. En este libro se habla de la situación política argentina, de los centros de detención, de la tortura, de las violaciones, de las acusaciones de traición que sufrieron quienes sobrevivieron a los centros, de como sigue la vida después de un suceso traumático, de la personalidad de Silvia… Tantas cosas que solo el talento de Leila es capaz de tratarlas con una objetividad subjetiva que logra un equilibrio perfecto, sin cargar las tintas en ningún sentido. Hay páginas que te ponen los pelos de punta, pero también situaciones cotidianas, momentos en los que Silvia es una mártir y otros en los que es una mujer normal y corriente con sus manías como cualquier otra persona. La mirada de Leila se fija en lo que se tiene que fijar y el resultado es un libro inmenso, que va más allá del perfil de Silvia pero, a la vez, la retrata como... The post Leila Guerriero. La llamada. first appeared on Cuchitril Literario.

Ene 26, 2025 - 13:31
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Leila Guerriero, La llamada
Anagrama, 2024. 430 páginas.

Un enorme perfil de Silvia Labayru, que fue torturada en la ESMA estando embarazada por pertenecer al movimiento clandestino montoneros y que fue liberada después de dar a luz a su hija en el centro de tortura gracias a la llamada que da título al libro.

En este libro se habla de la situación política argentina, de los centros de detención, de la tortura, de las violaciones, de las acusaciones de traición que sufrieron quienes sobrevivieron a los centros, de como sigue la vida después de un suceso traumático, de la personalidad de Silvia… Tantas cosas que solo el talento de Leila es capaz de tratarlas con una objetividad subjetiva que logra un equilibrio perfecto, sin cargar las tintas en ningún sentido.

Hay páginas que te ponen los pelos de punta, pero también situaciones cotidianas, momentos en los que Silvia es una mártir y otros en los que es una mujer normal y corriente con sus manías como cualquier otra persona. La mirada de Leila se fija en lo que se tiene que fijar y el resultado es un libro inmenso, que va más allá del perfil de Silvia pero, a la vez, la retrata como si la hubiera atravesado con rayos X.

El talento de Leila sumado a una historia alucinante da lugar a un libro increíble.

Muy bueno.

—Pero nunca quise ser soldado montonero. Con Silvia hemos hablado bastante de los setenta, somos muy críticas. Yo creo que nosotros en gran parte contribuimos a que viniera la represión. Pero hacer una autocrítica es muy difícil. No querés que la derecha te use como arma. A mí me mataron a ciento cinco amigos y conocidos. Pero estábamos equivocados. Las intenciones eran fantásticas, pero cometimos más errores que aciertos. Los milicos fueron peores. Porque tenían el Estado y tenían la obligación de reaccionar de otra manera. Pero nosotros no fuimos ningunos santitos. A mí lo que me hizo darme cuenta fue el ataque al cuartel de Formosa, donde murieron los colimbas.
El ataque al Regimiento de Infantería de Monte 29, en Formosa, por parte de Montoneros, sucedió el 5 de octubre de 1975, durante el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón. Murieron doce integrantes del Ejército, la mayoría de ellos «colimbas», soldados que estaban haciendo el servicio militar obligatorio, y nueve integrantes del Ejército Montonero.
—Eso estuvo mal. Eso no se debió hacer


—Yo me puse a estudiar como un putas todo el peronismo y llegué a ser un puro, Leilita. Un puro de cojones. Ahora, cuando veo un puro, huyo, porque los puros son gente muy peligrosa. Pero yo creía en la lucha revolucionaria. Creía en la lucha armada. Es más, creía que les podíamos ganar. Tenía una convicción total. Y lamento mucho, mucho, haberme comprometido con la violencia. Pero nunca pensé, y no lo pienso ahora, que eso fue un delirio juvenil, ni un berrinche. Yo creí que se podía construir una sociedad más igualitaria y más justa. Me equivoqué con la opción. Pero no lo hice ni por idiota útil, ni por pelotudo, ni por desconcertado. Yo creía en eso. Me hago cargo de cada una de las barbaries, sufrimientos y espantos que infligieron los montoneros, y yo como miembro de ellos. He participado en infinidad de actividades que generaron violencia y espanto. ¿Eras el que robaba los coches, el que hacía la mezcla para los explosivos, hiciste el relevamiento de un señor que era un torturador y finalmente lo mataron? Hagas lo que hagas: yo me siento responsable por eso. Pero no fue igual de los dos lados. Éramos una banda de jóvenes entregados a una causa idealizada contra un aparato militar que se hizo cargo del Estado y llevó adelante un plan sistemático de secuestro, tortura y asesinato. Dicho esto, me hago cargo de haber participado en una situación que llevó a la Argentina a un lugar de mucho horror. Creyendo que estábamos haciendo todo lo contrario, fuimos muy operativos a los sectores más fascistas, reaccionarios y violentos. Pero no fue una locura juvenil. La muerte de mi hermana no da lugar para pensar eso.


Declaración testimonial de Martín Tomás Gras en la causa ESMA. 18 de agosto de 2010. Convocada: 9.30 horas. Hora de inicio: 10.51 horas. Duración de la declaración (sin cortes): cinco horas. «Entonces se paraban en la puerta de Capucha y pronunciaban los números en voz alta […], no dejaban tiempo a recoger su camisa, […] no dejaban tiempo a recoger sus zapatos, era una cosa muy violenta. Inmediatamente los llevaban […] había una suerte de contradicción básica entre la enorme violencia del traslado y el supuesto beneficio de la medida […]. En ese momento estaba detenida, secuestrada, una chica muy joven, Labayrú, Silvina Labayrú, que había sido secuestrada embarazada […]. Realmente era un espectáculo muy asombroso […]. Estábamos todos tirados en el piso, en Capucha, y en medio de Capucha se erguía una cama de bronce que habían traído de una casa allanada. En esa enorme cama de bronce con dosel estaba una chica de 18 años pelirroja, muy bonita, con los ojos vendados y embarazada. Una imagen realmente fellinesca […]. Alfredo Astiz en esos momentos recorría, como oficial de guardia, Capucha, y se quedaba hablando largo rato con Silvina Labayrú. Silvina Labayrú tenía un efecto muy especial para nosotros, tanto para los detenidos como para los represores. […] en el medio de ese mundo de locuras […] ver desarrollarse este embarazo era una cosa que de alguna forma creo que tocaba la fibra más sensible de todo el mundo […] ese hijo que se estaba desarrollando de Silvina era, de alguna forma muy peculiar, como un hijo de todos […]. Un día me tocó ir al baño junto con Silvina […]. Le pregunté si ella se animaba a decirle al Rubio que ella sabía que eran mentiras, que los traslados eran ejecuciones encubiertas y que nadie volvía vivo. Me dijo que sí, que lo iba a hacer […]. Pasaron varios días antes de que nos volviera a tocar el turno juntos. Cuando nos tocó, se acercó y me dijo: “Tenés razón; se puso furioso. Me dijo: ‘¿Quién es el hijo de puta que te dijo eso? Sí, efectivamente, los únicos que están vivos son los que están acá, por eso yo voy a hacer todo lo posible para que no te trasladen’”.»

La alusión a la cama de bronce con dosel siempre la enfurece: parece el símbolo de un privilegio espurio. Dice que lo que sucedió fue que un guardia la vio dormir en el piso con el embarazo avanzado, se apiadó de ella, tomó del pañol una cama de bronce y la metió en su habitáculo para que estuviera más cómoda: «Pero qué dosel ni qué dosel».
Cuando vayamos a la ESMA, no podré concebir cómo una cama —ni siquiera un colchón— cabía en ese espacio.


—¿Viste a tu padre?
Está abriendo una botella de vino que, una vez más, quedará prácticamente intacta. Si las charlas sobre su militancia están teñidas de cierta iracundia y las conversaciones sobre su relación con Hugo de cierto fervor, cuando habla de su matrimonio con Jesús Miranda se llenan de una sustancia desvaída, como si esas tres décadas hubieran tenido lugar dentro de una habitación asfixiante, con paredes color ocre y poca ventilación. Al referirse a su padre, en cambio, aunque el relato sea el repaso de un derrumbe —un hombre de más de noventa años que no puede caminar, que está sordo y tiene problemas de memoria—, en su voz se yergue un respeto soberano.
—Sí, el otro día fui a comer con él. El pobre está cada vez peor. Me contó por enésima vez lo importante que fue para él la Escuela de Mecánica de la Armada. Ha borrado lo mío. Y entonces cuenta que su padre y los hermanos de su padre se formaron en la Escuela de Mecánica de la Armada, y que están sus fotos en el Casino de Oficiales, y cómo les cambió la vida haber sido suboficiales de la ESMA. Yo lo oigo y digo: «Madre mía, lo que es la cabeza». He pensado mucho en cómo murió mi madre, genio y figura. Con un par de cojones. Riéndose hasta el momento de morir en su casa, con una claridad, tranquilizándome, despidiéndose de sus amigos. Ese día llamó a todo el mundo y les dijo: «Hoy me voy a morir». Era una mujer muy valiente. Yo dormía con ella, la tocaba y me decía: «¿Qué? Tienes miedo de que me muera ahora, ¿no?». Y nos reíamos.
Betty murió de cáncer de pulmón en agosto de 2007, aferrada a la mano de su exmarido, Jorge Labayru. En el instante en que ella murió, él miró a su mujer, Alicia, y le dijo: «Me he quedado viudo».
—Yo tengo una idea de cómo me gustaría morir. Como a todo el mundo, me gustaría no sufrir. Pero querría dejar mis cosas ordenadas. Tirar lo que no quisiera que nadie viera. Dejar los libros que me importaron, los de Marguerite Yourcenar, El cuarteto de Alejandría, decir: «Estos libros me hicieron». Decirle a alguien: «Esto me importó». Poder escribirles algo a Vera, a David. Poder despedirme en condiciones. Esa es la herencia de mi madre, haberla visto morir así. Que es lo opuesto a mi padre. Debería morirse ya. Debería morirse ya mismo. Hay veces en que estoy con él, lo miro y me digo: «Papá, ya no tiene sentido esto, papá. Suelta, suelta». Pero está aferrado a la vida como un clavo ardiendo.
Yo pienso: como si vos no.
—Además, me dice: «No, si estoy muy sano y no me duele nada». La verdad es que verlo no me hace bien. Me dice: «Me das la vida, lo único que tengo eres tú, el único milagro es que estés aquí». Y me da un poquito de culpa, porque dice que a Hugo le tiene que agradecer que yo esté aquí. Es duro, porque por otra parte es verdad. Yo no me iba a instalar en la Argentina por papá. No tiene conciencia de que está sordo. Dice: «Yo estoy sano, Alicia no me quiere llevar a casa porque camino mal». ¿Camina mal? ¡Hace ocho años que no camina, que está paralítico de la cintura para abajo! Después de la ESMA fue un padre tan protector como potente, y verlo así me mata. No quiere morirse ni por error. Cómo quiere vivir. Cómo quiere vivir.
Yo pienso: como vos quisiste.
—¿No te da miedo pensar en la muerte de tu padre?
—¿Si me da miedo? No. Porque mi papá, ese padre protector, se murió hace tiempo.
Salgo a la calle y ya es casi de noche. Camino un rato pensando en cosas que no voy a escribir pero, básicamente, en que es una certeza fuerte responder «no» cuando alguien hace una pregunta así.

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