El archivo oculto de Melchor Guardia, el peluquero de señoras que retrató Mallorca antes de que el turismo la arrasara
Al no dedicarse profesionalmente a la fotografía, el trabajo de uno de los grandes fotógrafos de la Mallorca del siglo XX estaba casi inédito hasta que dos libros –'Palma. Retrato de un tiempo pasado' e 'In Palma'– lo han sacado a la luz“Quiero encontrar a sus propietarios”: el enigma de las fotos familiares halladas en una cámara comprada en un mercadillo Melchor Guardia no miraba a los ojos de la gente cuando disparaba su cámara alemana. No a propósito, por lo menos. Clic: la mayoría de las veces los viejos, los adultos y los niños capturados en el carrete estaban lejos del objetivo. O, directamente, de espaldas. Yendo o volviendo de sus quehaceres. Jugando en calzonas. Observando las horas pasar cuando las horas parecían caminar a un paso más lento. Si alguien cruzó sus ojos con los ojos del fotógrafo fue por accidente, puro azar en el instante decisivo del que hablaba Cartier Bresson. Hay dinamismo y movimiento en las fotografías de Melchor Guardia. Ausencia de pose. Naturalidad. Quizás, gracias a esa mirada (que no miraba a los ojos de la gente) sin artificios sea posible adivinar la vida que fue. Como cuando se apuesta por una película neorrealista en una plataforma. Las imágenes fijas que tomaba Melchor Guardia podrían pasar por fotogramas de un cuento protagonizado por una ciudad mediterránea y rodado por su director en los días libres que disfrutó a lo largo de cuatro décadas. Porque Melchor Guardia no fue un profesional de la fotografía. Nunca le ganó un duro a su cámara alemana. Le costaba dinero, más bien, pero las pasiones son enfermedades incurables. Andar con ella arriba y abajo era un hobby muy serio. A base de encuadrar, enfocar, disparar y revelar, de insistir, documentó, frame a frame, la vida de Palma y los palmesanos en un momento crucial: justo antes de que el boom turístico se tragara a la ciudad que conocieron los personajes de unas fotografías que, hasta hace pocos años, no existían públicamente. Ni siquiera estaban guardadas en un disco duro. Nadie las había digitalizado. Melchor Guardia, retratado por su hijo, en abril de 1968. *** Fue en una exposición organizada por el colectivo Fotos Antiguas de Mallorca. Han pasado nueve años. Colgadas en las paredes, imágenes recopiladas de archivos por los promotores de la muestra, el trabajo de años de curiosear aquí y allá en busca de la isla que habían conocido cuando fueron niños y adolescentes. Faltaba una pieza para completar el puzle. Lorenzo Miró, Sebas Bauzá, Pep Llodrá y José Luis Sanmartín se quedaron boquiabiertos cuando aquel señor de ochenta años que se les acercó les dijo: –En casa tengo 3.500 negativos, son fotos que hizo mi padre a mediados de siglo. Están inéditas. ¿Os gustaría verlos? *** Enero de 2025. José Miguel Guardia Servera está sentado en el fondo de uno de los bares más clásicos de Palma, el Mavi. Cuando el Mavi abrió, este hombre de pelo cano, ojos claros y nariz aguileña, rozaba la veintena. El bar está a punto de cumplir 70, él llegará a los 89 en febrero. Cada viernes por la tarde pasa allí dos o tres horas charlando con sus amigos de Fotos Antiguas de Mallorca. Todos, también José Miguel, visten un polar negro, con las siglas del grupo –FAM– bordadas en amarillo a un lado del pecho. Desde que coincidieron en aquella exposición, estos entusiastas de la memoria visual de Palma son los fideicomisarios de la mirada del padre de José Miguel: Melchor Guardia Cauder, el peluquero de señoras que retrató Palma y al que retrata su hijo hilando recuerdos. Con facilidad.
Al no dedicarse profesionalmente a la fotografía, el trabajo de uno de los grandes fotógrafos de la Mallorca del siglo XX estaba casi inédito hasta que dos libros –'Palma. Retrato de un tiempo pasado' e 'In Palma'– lo han sacado a la luz
“Quiero encontrar a sus propietarios”: el enigma de las fotos familiares halladas en una cámara comprada en un mercadillo
Melchor Guardia no miraba a los ojos de la gente cuando disparaba su cámara alemana. No a propósito, por lo menos. Clic: la mayoría de las veces los viejos, los adultos y los niños capturados en el carrete estaban lejos del objetivo. O, directamente, de espaldas. Yendo o volviendo de sus quehaceres. Jugando en calzonas. Observando las horas pasar cuando las horas parecían caminar a un paso más lento. Si alguien cruzó sus ojos con los ojos del fotógrafo fue por accidente, puro azar en el instante decisivo del que hablaba Cartier Bresson. Hay dinamismo y movimiento en las fotografías de Melchor Guardia. Ausencia de pose. Naturalidad.
Quizás, gracias a esa mirada (que no miraba a los ojos de la gente) sin artificios sea posible adivinar la vida que fue. Como cuando se apuesta por una película neorrealista en una plataforma. Las imágenes fijas que tomaba Melchor Guardia podrían pasar por fotogramas de un cuento protagonizado por una ciudad mediterránea y rodado por su director en los días libres que disfrutó a lo largo de cuatro décadas. Porque Melchor Guardia no fue un profesional de la fotografía.
Nunca le ganó un duro a su cámara alemana. Le costaba dinero, más bien, pero las pasiones son enfermedades incurables. Andar con ella arriba y abajo era un hobby muy serio. A base de encuadrar, enfocar, disparar y revelar, de insistir, documentó, frame a frame, la vida de Palma y los palmesanos en un momento crucial: justo antes de que el boom turístico se tragara a la ciudad que conocieron los personajes de unas fotografías que, hasta hace pocos años, no existían públicamente. Ni siquiera estaban guardadas en un disco duro. Nadie las había digitalizado.
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Fue en una exposición organizada por el colectivo Fotos Antiguas de Mallorca. Han pasado nueve años. Colgadas en las paredes, imágenes recopiladas de archivos por los promotores de la muestra, el trabajo de años de curiosear aquí y allá en busca de la isla que habían conocido cuando fueron niños y adolescentes. Faltaba una pieza para completar el puzle. Lorenzo Miró, Sebas Bauzá, Pep Llodrá y José Luis Sanmartín se quedaron boquiabiertos cuando aquel señor de ochenta años que se les acercó les dijo:
–En casa tengo 3.500 negativos, son fotos que hizo mi padre a mediados de siglo. Están inéditas. ¿Os gustaría verlos?
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Enero de 2025. José Miguel Guardia Servera está sentado en el fondo de uno de los bares más clásicos de Palma, el Mavi. Cuando el Mavi abrió, este hombre de pelo cano, ojos claros y nariz aguileña, rozaba la veintena. El bar está a punto de cumplir 70, él llegará a los 89 en febrero. Cada viernes por la tarde pasa allí dos o tres horas charlando con sus amigos de Fotos Antiguas de Mallorca. Todos, también José Miguel, visten un polar negro, con las siglas del grupo –FAM– bordadas en amarillo a un lado del pecho. Desde que coincidieron en aquella exposición, estos entusiastas de la memoria visual de Palma son los fideicomisarios de la mirada del padre de José Miguel: Melchor Guardia Cauder, el peluquero de señoras que retrató Palma y al que retrata su hijo hilando recuerdos. Con facilidad.
De Barcelona a Mallorca
“Mis abuelos eran aragoneses –la abuela, de Monzón, y el abuelo, del Maestrazgo– que emigraron a Barcelona a finales del siglo XIX. Se conocieron en un economato al que iba a hacer la compra otros emigrantes de Aragón. Mi padre nació en 1903. Trabajó de barbero hasta que le llegó la edad de hacer el servicio militar. Le tocó Mallorca. Vino y le encantó la isla, y esta ciudad, que era mucho más tranquila que Barcelona, muy insegura entonces por los conflictos entre los sindicatos y los industriales: había atentados, tiroteos y cargas de la Guardia Civil todo el tiempo (si había barullo, sacaban el sable). Por eso, cuando terminó la mili, mi padre no quiso volver a Barcelona y probó suerte en Palma. Al poco tiempo, alquiló un piso en la Plaça de Cort, frente al ayuntamiento, y abrió una peluquería para señoras. Le fue tan bien que tras él se vinieron un hermano y los padres, mis abuelos, acabaron mudándose aquí. Eligieron ser mallorquines”.
Cuando terminó la mili, mi padre no quiso volver a Barcelona y probó suerte en Palma. Al poco tiempo, alquiló un piso en la Plaça de Cort, frente al ayuntamiento, y abrió una peluquería para señoras. Le fue tan bien que tras él se vinieron un hermano y los padres, mis abuelos, acabaron mudándose aquí. Eligieron ser mallorquines
La Peluquería Guardia la puso Melchor sobre la imprenta y librería de José Tous Ferrer, el periodista que creó el diario Última Hora. El nombre de la peluquería estaba escrito en unas letras, rotundas, que ocupaban el balcón del primer piso de un edificio que ya llamaba la atención un siglo atrás. Era –es– una finca diseñada por Gaspar Bennazar Moner, el gran arquitecto y urbanista del modernismo mallorquín.
Un lugar coqueto y bien situado para abrir un negocio que no podía perderle el paso a la moda. (En los años veinte, el cine era la gran fuente de inspiración para los peluqueros. Para mantener una clientela en condiciones, debían dominar el corte bob –ese casquete corto que sigue viéndose cien años después–, el moño charlestón o las ondas con las que rivalizaban Marlene Dietrich y Greta Garbo). Hasta allí acudían las mujeres a lavarse y peinarse el cabello. La que podía permitírselo, varias veces por semana y acompañada de servicio. Así conoció Melchor Guardia a la madre de sus hijos, Teresa, la mayor, y José Miguel, que sigue narrando.
“Mi madre, Sebastiana Servera Vives, tenía una tía que trabajaba como cocinera en casa de Jeroni Pou, un diplomático, y Maria Anna Bonafé, la heredera de todo lo que hoy es el barrio de Son Ferriol” (ambos tienen calles dedicadas en Palma). “Como la ilusión de mi abuelo de Son Servera, es padrí, era que su hija estudiara Magisterio para convertirse en la maestra del pueblo, habló con su hermana para que, siendo casi una niña, la acogieran aquellos señores. Así sucedió y así se conocieron mis padres. Ella se quedó en la peluquería y luego llegamos nosotros. Mi padre no hizo muchas fotos lejos de Palma, pero en el álbum familiar hay muchas de Son Servera: salimos en bañador porque era donde íbamos a pasar los veranos. Allí vive mi hijo ahora”.
En una de las pocas fotografías de ese álbum familiar en las que Melchor Guardia no está detrás de la cámara aparece del brazo de Sebastiana Servera. Pasean por Cort. Ella lleva ondas bajo un sombrero cloche, abrigo de piel, bolso rectangular en la mano izquierda, falda, zapatos de tacón. Él calza zapatos oscuros y viste pantalón ancho, camisa blanca y corbata clara bajo un abrigo larguísimo, de botones cruzados y solapas casi tan anchas como el ala de su sombrero. “Parece Al Capone”, aclara su hijo, “pero es que esa era la moda de los años treinta”. José Miguel estaba a punto de nacer y, como comprobaría siendo muy niño, para su padre salir a hacer fotos era a la vez rutina y vicio.
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Domingo por la mañana. Las calles están oscuras. No ha amanecido. Es invierno. El asfalto está mojado. Llovió anoche. O, simplemente, la humedad cayó a plomo formando grandes charcos en el suelo. El sol tardará todavía unas horas en secarlos. Es el momento de Melchor Guardia. Su instante decisivo.
Muchas de las imágenes que ha rescatado el FAM, y que va publicando con regularidad en su cuenta de Instagram, fueron captadas con las primeras luces del día y están orientadas a levante. No fue un capricho. La Seu de Mallorca tapona la claridad. Tras la Catedral, inmensa, irrumpen los rayos solares. Durante esa segunda alba, el fotógrafo apura carretes. Clic, clic, clic. Los charcos se convierten en espejos que reflejan sombras. De paseantes, de edificios, de las palmeras que flanquean el Consolat de la Mar. Un filtro analógico llamado contraluz.
La vida diaria y extraordinaria de los barrios
Melchor Guardia podría ser el narrador de Es canons de Navarone. Joan Miquel Oliver, compositor de Antònia Font, escribió la letra mucho tiempo después, probablemente, sin haber visto jamás los negativos del peluquero de Cort.
S'horitzó d'anit va ser lila
i la mar una fulla de plata
que se feia grossa i petita
(contrallums a llevant)
En uno de esos negativos aparece, casualidad, un hombre que se encorva para pegar en una pared el cartel de Los cañones de Navarone, uno de los grandes estrenos de 1961, cuando Palma era la capital española con más butacas de salas de cine por habitante.
En los encuadres de Melchor Guardia también hay carros, tantos como coches, ovejas pastando en el cauce por domesticar de sa Riera, molinos con aspas y casas bajas, de una sola planta, en los caminos que conducían a las huertas que rodeaban la ciudad y que desde hace décadas forman la cuadrícula del centro. Niños camino del colegio con el maletín en la mano, niñas de uniforme saliendo de misa, mujeres que vienen del mercado con la senalla en la mano
En los encuadres de Melchor Guardia también hay carros, tantos como coches, ovejas pastando en el cauce por domesticar de sa Riera, molinos con aspas y casas bajas, de una sola planta, en los caminos que conducían a las huertas que rodeaban la ciudad y que desde hace décadas forman la cuadrícula del centro. Niños camino del colegio con el maletín en la mano, niñas de uniforme saliendo de misa, mujeres que vienen del mercado con la senalla en la mano. Ropa tendida en los balconcillos. Barras de hielo, montones de carbón, pavos en semilibertad, perros sin correa y cerdos sacrificados, listos para el despiece, en los portales. Botijos y fuentes en las plazoletas. Abuelos con boina, cabezas rapadas y trenzas, bebés en brazos femeninos. Helados, patines. Monjas, pasos de Semana Santa, rúas de carnaval, la Fira des Ram, dimonis y carreras ciclistas. La vida diaria y extraordinaria de barrios como Puig de Sant Pere, la Llotja o sa Calatrava.
En las Avenidas: venta ambulante –olivas, avellanas, hortalizas, tiestos de flores, pescado– que aprovecha la amplitud de unas aceras donde, no demasiado tiempo atrás, se habían alzado las murallas, medievales primero y renacentistas después, que apretaron la ciudad hasta que fueron derribadas por completo poco antes de la Guerra Civil.
En el puerto: pescadores remendando redes y guisando a leña, cañas lanzadas desde el muelle, niños que saltan la borda de las barcas varadas, los primeros yates y cruceros, pero tantos barcos como botes de remos; sonido de chapoteo cuando muerden el agua en calma.
En los paseos: quioscos que ya no existen con publicidad de la Lufthansa, Campari y Cinzano; terrazas que ya no existen donde asoman las primeras minifaldas; policías con uniformes que ya no existen; cafés, hoteles y teatros (el Riskal, el Alhambra, el Lírico) que ya no existen; y jóvenes trajeados que esperan el paso de las muchachas al pie de unas fuentes en las que ahora los turistas, que en las fotos de Melchor Guardia eran pocos, o ninguno, alimentan redes sociales del siglo XXI. Rituales extinguidos que se parecen a los rituales existentes. Se trata de ver y dejarse ver, de gustar. Con una sola diferencia. Donde hubo paciencia, hay inmediatez.
“Irse con mi padre un domingo por la mañana era una aventura”
“A mi padre le conocí dos cámaras”, dice José Miguel Guardia. “La primera era de fuelle, muy pesada. Para dispararla debía montarla sobre un trípode. Eso le daba tiempo a esperar a la imagen que buscaba. Preparaba la cámara, se fumaba un cigarro, esperando y, cuando la veía, hacía la foto. La vida pasaba delante de él y nadie se extrañaba, ni le decía que no quería salir en la foto. Irse con mi padre un domingo por la mañana era una aventura. Cogíamos el tranvía y subíamos hasta el Terreno, son Roca, sa Vileta, son Vida. La costa no estaba tan construida y, hacia la montaña, lo que hoy son edificios y barrios enteros, entonces eran campos de almendros. Cuando florecían, allí nos pasábamos la mañana. Revelaba en un estudio que tenía en una habitación del piso en el que vivíamos. En sus últimos años, mi padre pudo moverse con más soltura: una clienta alemana le hizo el favor de traerle desde su país una cámara compacta. Así se ahorró los aranceles. Una vez, me la dejé olvidada en un tren volviendo de un viaje por Francia. El personal de la estación de Perpinyà la supo encontrar y la recuperamos. Con esa cámara compacta le saqué a mi padre una foto en el balcón de nuestra casa, en la plaza Jinetes de Alcalá [tras la dictadura, Porta de Santa Catalina], poco antes de que muriera”.
En sus últimos años, mi padre pudo moverse con más soltura: una clienta alemana le hizo el favor de traerle desde su país una cámara compacta. Así se ahorró los aranceles. Una vez, me la dejé olvidada en un tren volviendo de un viaje por Francia. El personal de la estación de Perpinyà la supo encontrar y la recuperamos
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Iván Terrasa Munar se concentra en la imagen del libro que tiene entre las manos. Una mujer adulta –gafas oscuras, labios pintados, collar claro– sonríe mientras una niña dirige su índice izquierdo hacia el chorro de la Font de les Tortugues. La foto tiene una simetría casi perfecta. La niña –rizos y lacito– se sostiene agarrando con su mano derecha la nuca de un adolescente –raya al lado, chaqueta y pantalón corto– y la mujer adulta emerge tras ellos. Son Petra, Teresa y José Miguel, la sobrina, la hija y el hijo de Melchor Guardia.
–No recuerdo cuál fue la primera imagen de Melchor Guardia que vi. Rebuscar en los archivos de fotografía es una pasión y, por mi trabajo, también una obligación. Cuando empecé a ver fotos suyas, me cautivó la espontaneidad que transmiten. Desde el primer momento, quise que las publicáramos en In Palma, la revista que fundé hace veinte años. En el último número le hemos dedicado un reportaje completo. Sí que recuerdo que me extrañó comprobar que no hubiera casi nada editado sobre Melchor Guardia ni que tampoco apareciera en antologías junto a otros fotógrafos clásicos, como Guillem Bestard, que es anterior a él, o Josep Planes, que es contemporáneo. Por eso es tan importante la labor que ha hecho el FAM para difundir la obra de este hombre.
–Melchor Guardia era un fotógrafo amateur. La Gran Enciclopèdia de Mallorca ni siquiera lo menciona.
–Exacto. Y eso es lo que más me fascina, que fuera peluquero y saliera con su cámara en sus ratos libres. Una pulsión muy fuerte tenía que moverle a hacer lo que hacía. Técnicamente no es el mejor, tampoco el que tuvo más medios, seguramente, pero su manera de mirar es muy propia. Está sin estar en sus fotos. A la gente no le importaba que estuviera. Esa familiaridad me encanta, es muy difícil de conseguir, emociona. Es como si estuviera viendo las historias que me contaban mis abuelos cuando eran jóvenes y bajaban a Ciutat. Por eso es uno de mis favoritos.
Palma. Retrato de un tiempo pasado
Lo dice Iván Terrasa. El libro que tiene entre las manos es Palma. Retrato de un tiempo pasado. Recoge el trabajo realizado por los miembros de Fotos Antiguas de Mallorca para recopilar, ordenar y contextualizar el archivo fotográfico de Melchor Guardia. Lo editó Dolmen Books en abril de 2024. Sólo ocho meses después, el pasado diciembre, apareció In Palma. The Book. Está apoyada en la mesa del despacho de Iván Terrasa e impresiona.
Más de trescientas páginas editadas en papel de 150 gramos, la mayoría ocupadas por imágenes vintage impresas a gran formato. Una biblia visual “de una Mallorca perdida” donde, entre todos los fotógrafos que vivieron y visitaron la isla durante el siglo XX, Melchor Guardia se lleva el premio gordo: la fotografía impresa sobre una portada cubierta de tela. Sale un camión de refrescos aparcado al final del Passeig del Born. Un mozo abre la puerta para subir a la cabina. Al fondo, los pináculos góticos de la catedral. A contraluz. Un homenaje, a título póstumo, para el fotógrafo que falleció justo antes del gran estallido turístico.
En 1920, cuando Melchor Guardia llega a Palma, la ciudad tenía 77.000 habitantes. En 1970, cuando muere, había triplicado su población: 234.000. En 1980, ya alcanzaba las 300.000. “¿Cómo hubiera sido Melchor Guardia disparando carretes en color? ¿Hubiera ido por el Arenal a ver aquellas moles que se estaban construyendo justo cuando murió? ¿Hubiera tenido un sentido crítico su fotografía? ¿Habría sido condescendiente con lo que sucedía? ¿Cómo lo habría visto?”, se pregunta Iván Terrasa. Sólo hay una respuesta clara: si Melchor Guardia, durante la jubilación que apenas pudo disfrutar –vivió 67 años– hubiera actualizado su equipo, tendría que haber cambiado de marca. Voigtländer, la casa centenaria donde compró sus dos lentes alemanas, la de fuelle y la compacta, cerró dos años después de que muriera el fotógrafo, en 1972. Una época se desvanecía.