Cuando el tiempo se venía de aguas; cuando poniente no dejaba de mandar arrias de nubes con las aguaderas puestas y el viento distribuía la faena de lluvia, el campo era un paraíso solitario al que no entraban ni las huellas del hombre ni las pezuñas más hechas al fango, que ni los percherones que tiraban de los trineos en los arrozales de la Isla se hubiesen atrevido a pisar las tierras que llevaban una semana bebiendo desaforadamente. Campo alagado, sembrado de charcos y de efímeras lagunas en los bajíos; campo que por las vegas se hacía todo río, que el desmadre fluvial rebosaba más allá de las huelgas y una sensación de mar roto zumbaba por donde se precipitaban...
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