Los caimanes, de Manuel Ciges Aparicio

La editorial Montesino rescata del olvido una novela del máximo representante del realismo social español: Manuel Ciges Aparicio. En esta ficción plasmó las envidias, afanes de lucro y caciquismos que poblaron España durante su proceso de industrialización. En Zenda reproducimos las primeras páginas de Los caimanes (Montesinos), de Manuel Ciges Aparicio. *** —Cincuenta mil kilómetros,... Leer más La entrada Los caimanes, de Manuel Ciges Aparicio aparece primero en Zenda.

Ene 27, 2025 - 13:55
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Los caimanes, de Manuel Ciges Aparicio

La editorial Montesino rescata del olvido una novela del máximo representante del realismo social español: Manuel Ciges Aparicio. En esta ficción plasmó las envidias, afanes de lucro y caciquismos que poblaron España durante su proceso de industrialización.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Los caimanes (Montesinos), de Manuel Ciges Aparicio.

***

El automóvil ascendía lento y fatigoso por la pina carretera de rápidas curvas. Al oír la consulta que su jefe le hizo, el mecánico repuso enfático y sin abandonar la observación del peligroso camino:

—Cincuenta mil kilómetros, Don Román.

—Y treinta mil en tren, hacen…

Torpe en la combinación de guarismos, que apenas sabía trazar, pero avezado a cálculos mentales, Román Castalla adicionó ambas cifras. Eran ochenta mil kilómetros los que en un año había recorrido por España, y en la cuenta faltaba un viaje a París y dos excursiones al norte africano. Su espíritu le representó en amplio panorama interior las comarcas que había visitado, familiares unas, exóticas otras, y los hombres con que sostuvo relaciones, disímiles por el color, lengua y hábitos, pero idénticos en el afán de lucro que avivaba su presencia y en el deseo de halagarle, manifiesto en la sonrisa obsequiosa de los pobres y en la semiprotectora de los ricos, que parece gracia y es el tributo hipócrita que los encumbrados pagan al éxito naciente a punto de achicarlos.

Aquel trajinar continuo infundía en Román plenitud eufórica. Diríase que el choque con los vientos ensanchaba su pecho; vientos y soles atezaban sus mejillas y bruñían el rosa de sus estallantes pómulos. Jamás la vida de Castalla adoleció de sedentarismo. El cambio fue su sino; pero antaño estuvo sometido a parsimoniosos medios de locomoción, a frecuentar los mismos lugares para discutir con iguales personas análogos negocios, que había de consultar a lejanos jefes sirviéndose de una despaciosa correspondencia, inhábilmente leída por él y escrita por mesoneros o viajantes que encontraba en su ruta. Telégrafos y automóviles eran los instrumentos que convenían a la mudanza de su fortuna, a las necesidades de su temperamento y a la indolencia de sus compatriotas. Un despacho daba con su elíptica redacción fuerza y autoridad a las órdenes; un viaje no requería más tiempo que la llegada de una carta, frecuentemente sin respuesta, y obviaba dificultades y nuevas escrituras. «Presencia, acción; la ausencia es pereza y divagación», se decía recordando una frase del tío Venancio.

—Hemos vencido el peor paso —exclamó el mecánico.

Castalla se puso de pie para mirar hacia atrás. En lo hondo extendíase la gran planicie verde cortada por claras acequias, que aumentaban su luminosidad con la inundación del primer sol. Bruscamente se desviaba del llano la carretera para trepar en zigzag por la abrupta falda del monte. El viajero sonrió de aquel pintoresco trazado, y dejándose caer en el asiento aspiró por nariz y boca el aire ligero que llegaba en ondas impregnadas de tomillos y romeros. El automóvil corría ahora silencioso por la chata cumbre de la sierra. Sin dejar de sonreír, Román Castalla escrutaba el valle abierto a su derecha, que iba a desembocar en la llanura verde y luminosa, estremecida de súbito por las vibraciones de un tren y las estridencias del silbato. Contemplado en el sentido de la marcha, el valle se prolonga hasta interrumpir su continuidad una rotunda montaña saliente, que no parece servirle de término.

El mecánico tuvo que frenar. Habían recorrido la altiplanicie, y comenzaba el descenso del puerto.

—¡Es idiota! ¿A quién pudo ocurrírsele trazar un camino por estos precipicios?

El dueño del vehículo dijo:

—Se trata de una carretera parlamentaria…

El chófer no necesitaba más; pero siguió escuchando.

—Por necesidad de una vía firme que la uniese al ferrocarril, Troya de la Sierra aceptó la que le propuso su cacique. Hoy tiene dos innecesarias y le falta la urgente, que ésta impide ejecutar. Con la cuarta parte de gastos se hubiera hecho por el valle, acortando en tres kilómetros los nueve de distancia y ahorrando accidentes. Tendremos que construirla nosotros…

En hacerla pensaba Román Castalla cuando el guía articuló su protesta. Aquel medio de tránsito era ya impropio para el tráfico de Troya. Si lo abrupto de los montes en que estaba tajado el camino y su desidiosa conservación lo hacían peligroso en cualquier época del año, los riesgos eran mayores al sobrevenir las lluvias invernales. Las depresiones del suelo formaban hoyos y calderas donde las ruedas se quebraban. Grandes trozos de taludes obstruían el paso. A veces retemblaba la insegura pavimentación bajo el peso de carros y diligencias; la tierra huía fangosa monte abajo, y los vehículos rodaban por la pendiente, estropeando cargas y malogrando vidas. Desde que a un cacique plugo construir la carretera ningún invierno faltaron víctimas. Las bestias gozaban de escasa longevidad y los carruajes sufrían pronto deterioro. Si los aguaceros eran pertinaces interrumpíase el tráfico rodado, los viajeros iban a la estación por la senda pedregosa del valle y las mercancías esperaban en los muelles de la estación o en sus depósitos de Troya hasta repararse el estrago. Castalla había establecido un servicio de automóviles y camiones. Al tercer día de inaugurado se rompió un coche, y ahora pagaba doble pensión a conductores inválidos. Recordando estos sucesos insistió, pensativo:

—Tendremos que construirla nosotros…

[…]

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Autor: Manuel Ciges Aparicio. Título: Los caimanes. Editorial: Montesinos. Venta: Todos tus libros.

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