Salir de la OMS sin la participación del Congreso es inconstitucional
La República Argentina se sumó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1948. No fue una decisión apresurada. Los representantes de nuestro país participaron activamente en la Conferencia Sanitaria Internacional que redactó el tratado constitutivo de la organización. La propuesta fue luego debatida en detalle por ambas cámaras del Congreso y ratificada por el Poder Ejecutivo. Desde entonces, la Argentina ha cooperado en la OMS con el resto de sus miembros (casi todos los países del mundo).La decisión del gobierno de Javier Milei de abandonar la OMS plantea numerosos problemas, entre ellos uno de naturaleza constitucional. Todo indica que la voluntad del gobierno es avanzar en este proceso sin la intervención del Congreso de la Nación. La Constitución, sin embargo, exige que una decisión así sea discutida por el Poder Legislativo.El Ejecutivo podría dar, suponemos, tres argumentos para justificar retirarse de la OMS a su sola firma. El primero es que la Constitución no regula explícitamente la salida (“denuncia”, en jerga legal) de los tratados, a diferencia de su celebración, para la que sí requiere la aprobación del Congreso. Así, aplicándose a sí mismo el aforismo de que todo lo no prohibido está permitido, el Ejecutivo podría decir que si la Constitución no le prohíbe expresamente denunciar tratados es porque puede hacerlo.Este argumento no funciona. Si una atribución no es expresa en la Constitución, de eso no se concluye que pueda ejercerla el Presidente, sino que debe examinarse el sistema constitucional para interpretar quién sí puede hacerlo. Una lectura de buena fe de la Constitución arroja un resultado obvio: el principio republicano otorga al Poder Legislativo un rol central en la determinación de las normas que rigen nuestra vida en común. No es una interpretación esotérica, lo dice su propio nombre: es el poder que legisla. Los tratados internacionales integran “la ley suprema de la Nación”. Sería bastante extraño que el Congreso tenga un rol protagónico en el proceso de su celebración pero que sus decisiones puedan ser luego borradas de un plumazo, unilateralmente, por el Ejecutivo.De hecho, el texto de la Constitución reformada en 1994 posee indicios fuertes de que la intención constitucional es requerir la participación del Congreso en el proceso de denuncia. La Constitución prevé tres tipos de tratados: los que tienen jerarquía constitucional (aprobados con dos tercios de las Cámaras), los de integración regional (mayoría de miembros totales) y el resto de los tratados (mayoría simple). Para los dos primeros, la Constitución aclara que la denuncia debe ser aprobada con la misma mayoría que la requerida para su aprobación. Si se respeta esta simetría para estos tratados, ¿por qué no se seguiría también para los que requieren mayoría simple?El segundo argumento que podría esgrimir el gobierno es que, a lo largo de la historia argentina, el Ejecutivo ya ha denunciado tratados internacionales por sí mismo. Este argumento, de todos modos, no puede ser avalado: que algo se haya hecho muchas veces no significa que esté bien ni que sea constitucional, especialmente cuando ese algo es el ejercicio inconsulto de competencias por parte del Poder Ejecutivo. Como notó el juez conservador estadounidense Antonin Scalia al cuestionar el exceso de nombramientos en comisión, sería una “tragedia” permitir que el Poder Ejecutivo vaya acumulando poderes por “usucapión”, simplemente porque nadie lo detuvo a tiempo.A esto se suma que, en general, los ejemplos reales de denuncia de tratados internacionales han versado sobre convenios de poca importancia o en desuso: jamás, al menos en la historia reciente, la Argentina se retiró de un organismo de la importancia de la OMS. El ejemplo más similar que podría pensarse fue el retiro dispuesto por Mauricio Macri de la UNASUR (para ese entonces, un organismo moribundo, sin siquiera un sitio web funcional). Y precisamente, este fue un caso en el que la oposición parlamentaria reclamó la participación del Congreso. Es evidente que una instancia en la que el Ejecutivo logró imponerse en los hechos no puede ser considerada un precedente vinculante.El tercer argumento que podría usar, y ha usado, el gobierno, refiere a la amenaza urgente que la OMS implica para la soberanía argentina. Según el comunicado oficial, la OMS ha fracasado al promover políticas como las “cuarentenas eternas” que “limitan la soberanía” y “se imponen por encima” de los países. Esto no es cierto: equivocado o no, de modo legal o no, quien decidió la política sanitaria de la Argentina durante la pandemia fue el Estado argentino. De hecho, la OMS advirtió los problemas de las cuarentenas en abril de 2020 y las desaconsejó enfáticamente en octubre de aquel año. El gobierno de Alberto Fernández desoyó esas recomendaciones y -no por casualidad, también salteando al Congreso- extendió las medidas de aislamiento hasta fin de 2021.Sin embargo, hay un destello de verdad en la observación del gobierno res
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La República Argentina se sumó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1948. No fue una decisión apresurada. Los representantes de nuestro país participaron activamente en la Conferencia Sanitaria Internacional que redactó el tratado constitutivo de la organización. La propuesta fue luego debatida en detalle por ambas cámaras del Congreso y ratificada por el Poder Ejecutivo. Desde entonces, la Argentina ha cooperado en la OMS con el resto de sus miembros (casi todos los países del mundo).
La decisión del gobierno de Javier Milei de abandonar la OMS plantea numerosos problemas, entre ellos uno de naturaleza constitucional. Todo indica que la voluntad del gobierno es avanzar en este proceso sin la intervención del Congreso de la Nación. La Constitución, sin embargo, exige que una decisión así sea discutida por el Poder Legislativo.
El Ejecutivo podría dar, suponemos, tres argumentos para justificar retirarse de la OMS a su sola firma. El primero es que la Constitución no regula explícitamente la salida (“denuncia”, en jerga legal) de los tratados, a diferencia de su celebración, para la que sí requiere la aprobación del Congreso. Así, aplicándose a sí mismo el aforismo de que todo lo no prohibido está permitido, el Ejecutivo podría decir que si la Constitución no le prohíbe expresamente denunciar tratados es porque puede hacerlo.
Este argumento no funciona. Si una atribución no es expresa en la Constitución, de eso no se concluye que pueda ejercerla el Presidente, sino que debe examinarse el sistema constitucional para interpretar quién sí puede hacerlo. Una lectura de buena fe de la Constitución arroja un resultado obvio: el principio republicano otorga al Poder Legislativo un rol central en la determinación de las normas que rigen nuestra vida en común. No es una interpretación esotérica, lo dice su propio nombre: es el poder que legisla. Los tratados internacionales integran “la ley suprema de la Nación”. Sería bastante extraño que el Congreso tenga un rol protagónico en el proceso de su celebración pero que sus decisiones puedan ser luego borradas de un plumazo, unilateralmente, por el Ejecutivo.
De hecho, el texto de la Constitución reformada en 1994 posee indicios fuertes de que la intención constitucional es requerir la participación del Congreso en el proceso de denuncia. La Constitución prevé tres tipos de tratados: los que tienen jerarquía constitucional (aprobados con dos tercios de las Cámaras), los de integración regional (mayoría de miembros totales) y el resto de los tratados (mayoría simple). Para los dos primeros, la Constitución aclara que la denuncia debe ser aprobada con la misma mayoría que la requerida para su aprobación. Si se respeta esta simetría para estos tratados, ¿por qué no se seguiría también para los que requieren mayoría simple?
El segundo argumento que podría esgrimir el gobierno es que, a lo largo de la historia argentina, el Ejecutivo ya ha denunciado tratados internacionales por sí mismo. Este argumento, de todos modos, no puede ser avalado: que algo se haya hecho muchas veces no significa que esté bien ni que sea constitucional, especialmente cuando ese algo es el ejercicio inconsulto de competencias por parte del Poder Ejecutivo. Como notó el juez conservador estadounidense Antonin Scalia al cuestionar el exceso de nombramientos en comisión, sería una “tragedia” permitir que el Poder Ejecutivo vaya acumulando poderes por “usucapión”, simplemente porque nadie lo detuvo a tiempo.
A esto se suma que, en general, los ejemplos reales de denuncia de tratados internacionales han versado sobre convenios de poca importancia o en desuso: jamás, al menos en la historia reciente, la Argentina se retiró de un organismo de la importancia de la OMS. El ejemplo más similar que podría pensarse fue el retiro dispuesto por Mauricio Macri de la UNASUR (para ese entonces, un organismo moribundo, sin siquiera un sitio web funcional). Y precisamente, este fue un caso en el que la oposición parlamentaria reclamó la participación del Congreso. Es evidente que una instancia en la que el Ejecutivo logró imponerse en los hechos no puede ser considerada un precedente vinculante.
El tercer argumento que podría usar, y ha usado, el gobierno, refiere a la amenaza urgente que la OMS implica para la soberanía argentina. Según el comunicado oficial, la OMS ha fracasado al promover políticas como las “cuarentenas eternas” que “limitan la soberanía” y “se imponen por encima” de los países. Esto no es cierto: equivocado o no, de modo legal o no, quien decidió la política sanitaria de la Argentina durante la pandemia fue el Estado argentino. De hecho, la OMS advirtió los problemas de las cuarentenas en abril de 2020 y las desaconsejó enfáticamente en octubre de aquel año. El gobierno de Alberto Fernández desoyó esas recomendaciones y -no por casualidad, también salteando al Congreso- extendió las medidas de aislamiento hasta fin de 2021.
Sin embargo, hay un destello de verdad en la observación del gobierno respecto de los límites de la soberanía. Esto no es producto de ninguna ideología globalista, como denuncia la llamada “Nueva Derecha”, sino que es una consecuencia inescapable de la globalización. Cuando viajamos y comerciamos, los virus viajan con nosotros, haciendo caso omiso a las fronteras. En la medida en que existan pandemias globales, lo razonable es que existan instituciones también globales que puedan coordinar la respuesta de los países afectados. La soberanía hoy no se ejerce en aislamiento como en la Edad Media, sino precisamente en coordinación con el resto del mundo. Sin embargo, tenemos aquí una paradoja: esta creciente importancia de los organismos internacionales para ejercer el gobierno, precisamente, vuelve más necesaria la intervención del Congreso en todo lo que tiene que ver con nuestra participación en ellos.
Que algo se vuelva frecuente no significa que haya que aburrirse de reprocharlo. El gobierno ha evitado al Congreso siempre que pudo. A un DNU por semana, casi no ha enviado proyectos de ley que no versaran sobre materia penal, tributaria o electoral (es decir, las áreas para los que los DNU están terminantemente prohibidos) y ha elegido transitar 2025 sin ley de presupuesto, quedándose con la facultad de decidir discrecionalmente sobre más del 80% de la recaudación del año. Ha amenazado con nombrar jueces de la Corte por decreto. En el extremo más cómico, el Presidente de la Nación se autorizó a sí mismo a viajar fuera del país. Si replicara este modelo para las relaciones exteriores, el Presidente habrá comenzado el festival de exportaciones argentinas por nuestro producto menos honroso: la imprevisibilidad y desprolijidad institucional. Esperemos que el Congreso argentino y, eventualmente, los jueces de la Nación, estén a la altura de las circunstancias.
Guidi, profesor de derecho constitucional; Maisley, profesor de derecho internacional e investigador del Instituto Gioja (UBA/Conicet).