Los talibanes de Abascal no dan tregua a los que creen que pintan algo en Vox
García-Gallardo es el último dirigente regional que descubre que solo estaba en el cargo para cumplir las órdenes de Abascal. Los que replican a la dirección nacional siempre terminan sabiendo que son tan prescindibles como la gente que hace las fotocopiasEl pobre legado político de García-Gallardo: bronca parlamentaria, bulos xenófobos y mínima acción de gobierno No es frecuente que los líderes políticos provoquen risas y diversión cuando hacen una rotunda declaración de principios. Santiago Abascal se picó cuando Alberto Núñez Feijóo calificó a Vox de “oposición de tumbona, sarao y dedito levantado”. El líder del PP cree que dar muchos discursos es un ejemplo de trabajo duro en política, aunque corre el riesgo de contar siempre la misma historia y aburrir a todo el mundo. Abascal se puso altanero y presumió de ser un héroe estajanovista a pesar de que nunca se le ve mucho ni en el Congreso ni en la sede del partido. Será que lo suyo es el teletrabajo. “Me echaré en una tumbona solo después de recorrer España y el resto del mundo para que sepan que PP y PSOE han traicionado y estafado a los españoles. Mientras tanto, no voy a parar”, dijo Abascal. Luego, debió de tomarse un descanso en el sofá ante tal muestra de energía. En la dirección del partido, tampoco le necesitan todos los días mientras continúan desembarazándose de aquellos cargos electos que fingen no saber que están allí para agachar la cabeza y cumplir órdenes. El último que ha tenido que salir tarifando ha sido Juan García-Gallardo, exvicepresidente de Castilla y León y portavoz del grupo de Vox en la Cámara. No quiso firmar la expulsión de dos diputados autonómicos que habían reclamado más democracia interna. El secretario general, Ignacio Garriga, le dio 15 minutos para obedecer la orden. Da igual que seas el rostro más conocido del partido en una región. Al final, solo eres un mandado que está ahí para cuadrarse ante los mandamientos que llegan de Madrid. No hay nada más parecido que Vox al centralismo democrático de los antiguos partidos comunistas. Lo de democrático solo era y es anecdótico. Garriga “me dijo: o firmas o estás fuera”, según la versión de Gallardo. El abogado que entró en política sin ninguna experiencia previa tardó un tiempo en darse cuenta para qué le necesitaban. El partido está seguro de que sus candidatos autonómicos solo son unos 'minions' cuya única función es hacer algo de ruido y que les den cuerda de vez en cuando. “El secretario general estará acostumbrado a tratar así a otros, pero yo no acepto chantajes”, dijo Gallardo en una típica muestra de masculinidad frágil. “He tenido que vivir algunas situaciones dantescas”, afirmó después para dar pena. Todos sabían en Vox, él también, que no pueden replicar a sus jefes, lo llamen chantajes o como quieran. El estilo de Gallardo de hacer política en Castilla y León era bastante chulesco y tendente a despreciar a sus rivales. De puertas para adentro, recibía el mismo trato o peor de sus jefes de Madrid. Los talibanes de Vox siguen controlando el partido, encabezados por Kiko Méndez-Monasterio. No es una sorpresa desde que se produjo la purga del grupo parlamentario de la anterior legislatura. Eso provocó la salida de Iván Espinosa de los Monteros. Abascal lo sustituyó por dos diputados muy jóvenes que tienen que saber que son tan prescindibles como la gente que hace las fotocopias. Quizá los cambios en el grupo y la traumática salida anterior de Macarena Olona estuvieron detrás de la pérdida de 700.000 votos en las elecciones de 2023, que hizo que Vox se quedara sin la mitad de sus diputados. Pero aun así mantuvo tres millones de votos, una cifra considerable que, si es el suelo, garantiza que el PP no tiene muchas posibilidades de que un número significativo de votantes de Vox regrese al partido de Feijóo. Desde esas elecciones, han continuado las divisiones y la desautorización de dirigentes regionales. Rocío Monasterio fue ninguneada y sustituida como líder del partido en Madrid, por lo que decidió renunciar al escaño de la Asamblea y abandonar la política. Abascal ni siquiera se dignó a llamarle por teléfono para comunicar el cese. Paradójicamente, esta sucesión de luchas internas no ha perjudicado a Vox en las encuestas, como suele ocurrir cuando vuelan los cuchillos en un partido. Las últimas en El País, El Mundo y ABC le han dado el 14,2%, el 13,1% y el 14% (sacó un 12,3% en 2023). Ese pequeño ascenso y la caída de Sumar le podrían permitir recuperar muchos de los escaños que perdió hace año y medio hasta superar los 40. El partido retiene al 83% de sus votantes de 2023, según el sondeo de El País, la cifra más alta entre las principales formaciones. Tampoco le castigó abandonar los gobiernos autonómicos de coalición con el PP. Utilizaron la inmigración para romper con unos gabinetes en los que su participación era muy secundaria. Su hipó
García-Gallardo es el último dirigente regional que descubre que solo estaba en el cargo para cumplir las órdenes de Abascal. Los que replican a la dirección nacional siempre terminan sabiendo que son tan prescindibles como la gente que hace las fotocopias
El pobre legado político de García-Gallardo: bronca parlamentaria, bulos xenófobos y mínima acción de gobierno
No es frecuente que los líderes políticos provoquen risas y diversión cuando hacen una rotunda declaración de principios. Santiago Abascal se picó cuando Alberto Núñez Feijóo calificó a Vox de “oposición de tumbona, sarao y dedito levantado”. El líder del PP cree que dar muchos discursos es un ejemplo de trabajo duro en política, aunque corre el riesgo de contar siempre la misma historia y aburrir a todo el mundo. Abascal se puso altanero y presumió de ser un héroe estajanovista a pesar de que nunca se le ve mucho ni en el Congreso ni en la sede del partido. Será que lo suyo es el teletrabajo.
“Me echaré en una tumbona solo después de recorrer España y el resto del mundo para que sepan que PP y PSOE han traicionado y estafado a los españoles. Mientras tanto, no voy a parar”, dijo Abascal. Luego, debió de tomarse un descanso en el sofá ante tal muestra de energía. En la dirección del partido, tampoco le necesitan todos los días mientras continúan desembarazándose de aquellos cargos electos que fingen no saber que están allí para agachar la cabeza y cumplir órdenes.
El último que ha tenido que salir tarifando ha sido Juan García-Gallardo, exvicepresidente de Castilla y León y portavoz del grupo de Vox en la Cámara. No quiso firmar la expulsión de dos diputados autonómicos que habían reclamado más democracia interna. El secretario general, Ignacio Garriga, le dio 15 minutos para obedecer la orden. Da igual que seas el rostro más conocido del partido en una región. Al final, solo eres un mandado que está ahí para cuadrarse ante los mandamientos que llegan de Madrid. No hay nada más parecido que Vox al centralismo democrático de los antiguos partidos comunistas. Lo de democrático solo era y es anecdótico.
Garriga “me dijo: o firmas o estás fuera”, según la versión de Gallardo. El abogado que entró en política sin ninguna experiencia previa tardó un tiempo en darse cuenta para qué le necesitaban. El partido está seguro de que sus candidatos autonómicos solo son unos 'minions' cuya única función es hacer algo de ruido y que les den cuerda de vez en cuando. “El secretario general estará acostumbrado a tratar así a otros, pero yo no acepto chantajes”, dijo Gallardo en una típica muestra de masculinidad frágil. “He tenido que vivir algunas situaciones dantescas”, afirmó después para dar pena.
Todos sabían en Vox, él también, que no pueden replicar a sus jefes, lo llamen chantajes o como quieran. El estilo de Gallardo de hacer política en Castilla y León era bastante chulesco y tendente a despreciar a sus rivales. De puertas para adentro, recibía el mismo trato o peor de sus jefes de Madrid.
Los talibanes de Vox siguen controlando el partido, encabezados por Kiko Méndez-Monasterio. No es una sorpresa desde que se produjo la purga del grupo parlamentario de la anterior legislatura. Eso provocó la salida de Iván Espinosa de los Monteros. Abascal lo sustituyó por dos diputados muy jóvenes que tienen que saber que son tan prescindibles como la gente que hace las fotocopias.
Quizá los cambios en el grupo y la traumática salida anterior de Macarena Olona estuvieron detrás de la pérdida de 700.000 votos en las elecciones de 2023, que hizo que Vox se quedara sin la mitad de sus diputados. Pero aun así mantuvo tres millones de votos, una cifra considerable que, si es el suelo, garantiza que el PP no tiene muchas posibilidades de que un número significativo de votantes de Vox regrese al partido de Feijóo.
Desde esas elecciones, han continuado las divisiones y la desautorización de dirigentes regionales. Rocío Monasterio fue ninguneada y sustituida como líder del partido en Madrid, por lo que decidió renunciar al escaño de la Asamblea y abandonar la política. Abascal ni siquiera se dignó a llamarle por teléfono para comunicar el cese.
Paradójicamente, esta sucesión de luchas internas no ha perjudicado a Vox en las encuestas, como suele ocurrir cuando vuelan los cuchillos en un partido. Las últimas en El País, El Mundo y ABC le han dado el 14,2%, el 13,1% y el 14% (sacó un 12,3% en 2023). Ese pequeño ascenso y la caída de Sumar le podrían permitir recuperar muchos de los escaños que perdió hace año y medio hasta superar los 40. El partido retiene al 83% de sus votantes de 2023, según el sondeo de El País, la cifra más alta entre las principales formaciones.
Tampoco le castigó abandonar los gobiernos autonómicos de coalición con el PP. Utilizaron la inmigración para romper con unos gabinetes en los que su participación era muy secundaria. Su hipótesis resultó acertada a la vista de los sondeos. Sus votantes les quieren lanzando ataques rabiosos contra la inmigración, el feminismo y el europeísmo, y votando que no a todo lo que diga el Gobierno de Sánchez, aunque sea el aumento de las pensiones. Su mensaje económico es casi indistinguible del PP, con lo que por ahí no van a alcanzar grandes réditos.
Las encuestas del CIS confirman que no hay partido cuyos votantes estén más en contra de la inmigración que los de Vox. Las polémicas políticas de los últimos años, en los que ha destacado el PP al afirmar que el Gobierno no tiene “una política migratoria” y que debería restringir como sea la llegada de extranjeros sin papeles, han aumentado la preocupación sobre ese asunto.
El PP no hace más que insistir en que la situación de la inmigración es gravísima y lo único que consigue es que los votantes de Vox se convenzan con más ganas de que el mensaje extremista de su partido es imprescindible.
En la encuesta de enero del CIS, un 3,9% dice que la inmigración es el principal problema y un 21% lo considera uno de los tres mayores problemas. Eso sí, solo un 9,4% dice que le afecta personalmente.
En el caso de los votantes de Vox, el malestar es mucho mayor. Un 45,8% afirma que está entre los tres problemas (un 10,5% dice que es el primero; un 23,2%, el segundo; un 12,1%, el tercero). No es un pronóstico exagerado sostener que muchos de ellos son votantes motivados fundamentalmente por un solo tema y que todo lo demás les resulta secundario o menos urgente.
Una de las críticas más absurdas de Gallardo es que Vox no cuida “el capital humano”. Eso quedó claro hace mucho tiempo antes de que él se diera cuenta. Los dirigentes alcanzan puestos en los que su única función es hacer de mayordomos de Abascal. Son los talibanes ultracatólicos los que marcan doctrina. A Abascal todas esas deserciones de gente decepcionada le traen sin cuidado. “Unos vienen, les damos la bienvenida, otros se van, les damos las gracias y les deseamos buena suerte. Si se van muy mal, pues no decimos nada”, dijo el martes. Cierren al salir y no molesten más. Los que se quedan saben cómo funciona esto.
Ese es el criterio que no deben olvidar los dirigentes del partido de extrema derecha. Más tarde o más temprano, tendrán que irse y si se han portado como buenos chicos, les darán las gracias y una palmada. En el partido, están los que mandan (unos pocos) y los que obedecen (todos los demás).