Nosferatu, de Robert Eggers: Reinventando el mito del vampiro
El Nosferatu de Murnau continúa poseyendo innumerables cualidades cinematográficas. No en vano su director fue un auténtico renovador del lenguaje fílmico —baste mencionar Der Letzte Mann (“El último”, 1924), largometraje que prácticamente prescindió de los intertítulos debido a sus imágenes, suficientemente poderosas y elocuentes, por cuanto valían por separado más que mil palabras—. Tanto es... Leer más La entrada Nosferatu, de Robert Eggers: Reinventando el mito del vampiro aparece primero en Zenda.
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La historia del cine se encuentra plagada de historias sensacionales. Algunas de ellas beben directamente de los ámbitos creadores precursores del séptimo arte: el teatro y la literatura. En ocasiones, las historias se tornan leyenda, ya sean literarias, escénicas o cinematográficas —o resultado de estos tres pies—. Este será el caso del film silente de Friedrich Wilhelm Murnau Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (“Nosferatu: Una sinfonía del horror”, 1922). Se trata de una de las películas más emblemáticas del expresionismo alemán, si bien destaca por su profusión de escenarios naturales en detrimento de los decorados, siempre tan plásticos e imaginativos en este tipo de cine —recordemos Das Cabinet des Dr. Caligari (“El gabinete del doctor Caligari”, Robert Wiene, 1920).
Interpretado por Max Schreck, el personaje de Nosferatu venía a ser un trasunto del personaje de Drácula, ideado por Bram Stoker, con claras diferencias. Para empezar, esa apariencia ya mencionada que ahora resulta cómica y que lo acerca más a una apariencia de roedor —cabeza carente de cabello, dientes, orejas y uñas alargadas, ojos saltones y aspecto pálido— que a un elegante noble de los Cárpatos. Tanto “Drácula” como “Nosferatu” provendrán del rumano, significando “vampiro”, “no muerto”. Por tanto, nos encontramos ante la primera adaptación a la gran pantalla de la famosa novela del escritor irlandés publicada en 1897. Eso sí, una adaptación no autorizada, pues no contaba con los derechos para ser llevada al cine, un hecho comprensible dada la mala gestión de la propia productora de la película, Prana Film, que quebró en 1924, sólo dos años después de su fundación. El propio nombre y su logotipo remiten al budismo, lo cual ya nos acerca a su espíritu —nunca mejor dicho— místico. Su fundador, Albin Grau, tenía intereses oculistas y buscó la producción de films con dicha temática. Así surtirá su única producción —curiosamente, tras desaparecer la productora el material del film irá a parar a otro hombre interesado en el ocultismo, Waldemar Roger, quien llegó a sonorizar el film incluyendo nuevas escenas y reestrenándolo en 1930 bajo el título de Die zwölfte Stunde (“La Duodécima Hora”)—. El propio Grau tuvo la idea de llevar a cabo esta película tras su experiencia en la Gran Guerra, donde conoció a un campesino serbio que afirmaba que su padre era un “no muerto”.
Como podemos observar, las historias increíbles que referíamos al inicio pueden llegar a hacer fascinante un film. Otra no menos sorprendente será la que corría en torno al citado Schreck, de quien se llegó a decir que podía ser un vampiro —su actitud durante el rodaje y sus mínimos datos biográficos ayudaron a construir esta leyenda—. El misterio surgido de las historias del folklore también tuvo gran relevancia en la redacción de la novela original, pues Stoker contó para la elaboración de su historia con los conocimientos del orientalista húngaro Ármin Vámbéry; fue éste quien le puso sobre la pista de Vlad Tepes, uno de los gobernantes de Valaquia, a quien popularmente se conoce como “Vlad el Empalador”; su apodo proviene de la costumbre que se le atribuía de ejecutar a buena parte de sus víctimas mediante la técnica del empalamiento, alimentándose posteriormente de su sangre —incluso untando pan en ella—.
Reinventando el mito —mezcla de creatividad e intento de evitar el parecido con Drácula—, el Nosferatu de Murnau aportó nuevas características al personaje —en este caso cinematográfico— que, en adelante, siempre le acompañaron; una de ellas fue la aversión a la luz solar. La estrategia para lograr sacar adelante el film, convirtiéndolo en un producto que solo en parte se diferenciaba de Drácula, se topó con un problema inesperado: Florence Balcombe, viuda de Stoker —cuya belleza hizo que Oscar Wilde la pretendiera—, supo de la película a través de la noticia de una de sus proyecciones en 1922. Esto le hizo llevar a juicio la producción, exigiendo el pago equivalente a los derechos de autor y la destrucción de los negativos y de todas las copias. Por fortuna, alguna se salvó y ello permitió que a día de hoy podamos seguir disfrutando del emblemático título. Este episodio hizo que a la viuda de Stoker se la conociera principalmente por dicho juicio —con la esperable animadversión o inquina por parte de cinéfilos, aun comprendiendo las razones de Balcombe—, amén de por haber sido la pareja de este escritor, cuya fama se ha debido también y principalmente a esta novela.
La fama de Murnau hizo que desembarcara en Hollywood, si bien tan solo pudo realizar algunos films más. Su temprana muerte y en escabrosas circunstancias —en un accidente automovilístico, parece ser que mientras su criado filipino le brindaba servicios sexuales— avivó todavía más la leyenda del germano y de su obra. Hasta la adaptación canónica de Tod Browning sobre Drácula en 1931 —ya con los correspondientes derechos adquiridos y el nombre oficial como título, superada la era del mal llamado “cine mudo”— tan solo hubo un intento más de llevar al vampiro a la gran pantalla, por parte también de este último cineasta. Nos estamos refiriendo, claro está, a London After Midnight (en España, “La casa del horror”, 1927), uno de los films actualmente perdidos y más cotizados por los arqueólogos del celuloide. Protagonizada por Lon Chaney —“el hombre de las mil caras”—, su rol era el de una especie de “no muerto” con chistera, pelos largos y terribles ojeras y dientes.
Desde el film sonoro de Browning, la presencia de Drácula abundó en las carteleras —incluyendo films cómicos como Abbott and Costello Meet Frankenstein (“Abbott y Costello contra los fantasmas”, Charles Barton, 1948), donde el propio Lugosi autoparodiaba a su célebre personaje (el que le llevó a pedir ser enterrado con su atuendo)—, en las versiones inmortales de la Hammer protagonizadas por Christopher Lee o en títulos como The Fearless Vampire Killers (“El baile de los vampiros”, Roman Polanski, 1967). Por supuesto, está la adaptación de la novela Bram Stoker’s Dracula (Francis Ford Coppola, 1992) —que introduce en cine al personaje histórico de Vlad—.
¿Qué pasó entonces con su sombra, Nosferatu? Su nombre continuó sonando incluso en films españoles —Un vampiro para dos (Pedro Lazaga, 1964), donde la hermana del barón (interpretado por Fernando Fernán-Gómez) se llama Nosferata—; por su parte, Werner Herzog nos brindó Nosferatu, Phantom der Natch (1979) una adaptación muy personal y respetuosa del film de Murnau, con su actor fetiche Klaus Kinski —actor y director se amaban y odiaban a partes iguales—. Por su parte, Shadow of the Vampire (“La sombra del vampiro”, E. Elias Merhige, 2000) se aproximaba a la recreación del rodaje del film de Murnau —interpretado por John Malkovich— y jugaba con la idea antes comentada de la supuesta naturaleza vampírica de Schreck —encarnado por Willem Dafoe—.
Las pasadas navidades, el público cinéfilo y seguidor del vampiro desdoblado gracias al cine alemán recibió una grata sorpresa: la nueva adaptación del personaje a manos del cineasta Robert Eggers. Titulada simplemente como Nosferatu, la película ha traído cola tanto por parte de defensores y de detractores. A pesar de su insultante juventud —Eggers nació en 1983—, el director venía avalado por un trío impecable de largometrajes: The Witch (“La bruja”, 2015) —donde debutó Anya Taylor-Joy—, The Lighthouse (“El faro”, 2019) —con un impresionante duelo interpretativo entre Willem Dafoe y Robert Pattinson y que consagró al último como un formidable actor dramático— y The Northman (“El hombre del norte”, 2022). Cada una de ellas ilustra el interés de su director por la ambientación de sus historias en épocas pasadas; también por su atracción hacia ambientes claustrofóbicos —ya sean escenarios exteriores como en The Witch o interiores como The Lighthouse; igualmente, su gusto por los mitos, las leyendas y el folklore popular. Lo que actualmente viene a denominarse como “Folk Horror”. Ello explica el interés de Eggers por la figura del vampiro y, en especial, por la imagen de Nosferatu. No obstante, el cineasta era consciente de la responsabilidad que suponía volver a sacar a escena a este personaje, después de sus distintas intervenciones a lo largo de todos estos años. Así, Eggers re-presenta al vampiro desde una óptica nueva aunque sabedora de su evolución. Y no solo eso, sino que ahonda en el estudio de las leyendas del folklore de esa Europa oriental tan misteriosa como fascinante. En este sentido, impresiona el episodio nocturno relatado durante la estancia de Thomas Hutter en la posada. Eggers recrea desde una estética cuidada al milímetro los paisajes, vestuario y personalidad de cada uno de sus personajes teniendo en cuenta la herencia acumulativa de las distintas versiones de Nosferatu. Encontramos referencias claras a los films de Murnau y Herzog, así como al de Elias Merhige al recuperar a Dafoe como actor —en este caso no poniéndose en la piel del vampiro sino del médico Albin Eberhart von Franz—. Dafoe, como ya hemos visto, va haciéndose familiar en la filmografía del neoyorquino.
No obstante, a pesar de la atención a las referencias en la recreación, Nosferatu posee una pátina propia, pues en ella se distingue la firma de su hacedor: el intimismo y la personalidad compleja de los personajes, las situaciones cargadas y opresivas, el erotismo o sexualidad latente y la presencia de los instintos humanos por encima de lo racional. Además, destaca lo escabroso o escatológico, en ocasiones excesivo pero acorde con los tiempos que corren. También en esto la sociedad parece haber llegado a un nivel de tolerancia considerable, marcada sin duda por unos tiempos cada vez más oscuros a todos los niveles.
Otro elemento a destacar es la nueva personalidad otorgada al vampiro, más cercana a esa imagen del noble asociada a Vlad que a la apariencia ratonil antes comentada y presente en los filmes de Murnau o Herzog. Eggers nos dosifica el misterio y se cuida de no mostrar el rostro de Nosferatu hasta bien avanzada la película.
En definitiva, este nuevo Nosferatu añade un nuevo punto de vista al legendario vampiro y supone una muestra más del interés que suscita este personaje, presente previamente en la literatura —antes de Bram Stoker estuvieron los vampiros premodernos de John William Polidori (El vampiro, 1819), Percy B. Shelley (El vampiro, 1819) o Sheridan Le Fanu (Carmilla, 1872)— y en la tradición y creencias populares.
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