Presidentes que desprecian las palabras

Tenemos un presidente que, al decir que no dijo lo que dijo, vuelve a decir lo mismo que había dicho. No es un trabalenguas. Acusó a otros –la “prensa ensobrada”, claro– de tergiversar su discurso. Pero su defensa no hizo más que confirmar lo que buscaba desmentir. Advertido de su paso en falso en Davos, donde soltó algunos pensamientos inexcusables, el presidente libertario pretendió bajar los decibeles de su arenga antiwoke. El tiro le salió por la culata y dejó la sensación de que estamos en medio de una guerra entre dos extremos cada vez más cerrados que buscan el exterminio mutuo. A los que tenemos la peregrina idea de señalar la necedad o la hipocresía de esas batallas retrógradas nos alcanza el fuego cruzado de una u otra infantería, y acabamos heridos y solos en un campo de batalla donde no hay lugar para los tibios.Nada nuevo. Vamos de fanatismo en fanatismo. En los últimos tiempos hemos tenido presidentes que se llevan mal con las palabras, y acaso aquí hay una clave de la decadencia del país.Primero Cristina, después Alberto, ahora Javier. Cada uno de ellos maltrata las palabras a su modo, pero los tres tienen algo en común: no sienten por ellas el menor respeto. En primer lugar, creo yo, respetar las palabras es observar una correspondencia entre lo que se piensa y lo que se dice, y entenderlas como un instrumento que habilita la comunicación entre las personas. La política suele abusar de ellas y las convierte en arma de manipulación o sometimiento, haciéndolas involuntarias portadoras del engaño y la propaganda. Respetar las palabras es también pensar lo que se dice y mantenerlo, asumirlo, haciéndose cargo. Decir una cosa hoy y otra distinta mañana, al calor del momento, es devaluarlas. Pero el respeto por la palabra se muestra sobre todo en aquello que más nos cuesta: escuchar. Porque nuestra palabra vale muy poco si no somos capaces de escuchar la del otro. En especial la de aquel que respeta las palabras y no piensa como nosotros.La democracia tiene su marco legal, pero se sostiene en el trato cotidiano que se dan los individuos que la conforman. La intolerancia, el resentimiento o el odio, sentimientos destructivos que la palabra malversada de los cínicos estimula, no es patrimonio exclusivo de los demagogos. Son energías que van y vienen de arriba hacia abajo, en una circulación constante. Están entre nosotros. Los líderes populistas las alimentan con sus mentiras o sus dogmas para consolidar su proyecto de poder, en el que la palabra es siempre la primera víctima.El insulto es la renuncia a la palabra. La propia y la del otro, a quien se le niega la capacidad de mantener un diálogo. Pero la incapacidad es de quien insulta.Cristina fue una hábil prestidigitadora de las palabras. Construyó su poder en base a su discurso. Hablaba y hablaba. Tejía y tejía. El relato, fraguado con medias verdades y mentiras flagrantes, echó sal en las heridas de un país marcado por divisiones atávicas y convirtió la política en una lucha sin cuartel entre amigos y enemigos, dinámica en la que seguimos atrapados. A Alberto presidente lo condenó la ligereza con la que abre la boca para justificarse. Su relato, ceñido a su propia persona, es más modesto que el de Cristina. Pero a ambos los iguala la confianza en la efectividad seductora de su labia y la necesidad de construir una realidad ilusoria donde instalarse a vivir. También la actitud, propia del paranoico, de proyectar las propias faltas en el antagonista. Lo hizo esta semana Cristina en la carta contra Milei, en la que defiende cada peso de su generosa jubilación, y lo hizo Alberto, quien, acusado de maltratar a su esposa, dijo que el agredido fue él.Javier Milei comparte con ellos ese tipo de reacción, una defensa retórica que nace de rasgos de la personalidad. Sin embargo, diría que el Presidente muestra su desprecio por la palabra sobre todo a través del agravio.El insulto es la renuncia a la palabra. La propia y la del otro, el insultado, a quien se le niega la condición de persona capaz de establecer un diálogo. La primera incapacidad que aquí se revela, en cualquier caso, es la de quien insulta. Un problema, cuando se trata de un presidente. Dicen algunos que no importa lo que Milei dice, sino lo que hace. Que es de pusilánimes detenerse en las formas. Estoy en desacuerdo. La palabra es un acto. Con consecuencias. De hecho, sin diálogo de buena fe no hay democracia posible.La política parece empeñada en agotar el poder sanador de la palabra. No hace falta meterse en las redes para advertir la virulencia de las discusiones. Hay una toxicidad que nos alcanza a todos. Sin duda, me alcanzó a mí. Cada vez más, me veo esquivando charlas y debates sobre el Gobierno, las oposiciones y las guerras culturales, sobre todo cuando estoy entre amigos y gente que quiero. Llega un punto en el que, aferrados a nuestra verdad, crispados, dejamos de escucharnos. Aunque la cosa no pase a mayores, queremos imponernos, alzamos la voz para callar al otro, y queda despué

Feb 8, 2025 - 06:12
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Presidentes que desprecian las palabras

Tenemos un presidente que, al decir que no dijo lo que dijo, vuelve a decir lo mismo que había dicho. No es un trabalenguas. Acusó a otros –la “prensa ensobrada”, claro– de tergiversar su discurso. Pero su defensa no hizo más que confirmar lo que buscaba desmentir. Advertido de su paso en falso en Davos, donde soltó algunos pensamientos inexcusables, el presidente libertario pretendió bajar los decibeles de su arenga antiwoke. El tiro le salió por la culata y dejó la sensación de que estamos en medio de una guerra entre dos extremos cada vez más cerrados que buscan el exterminio mutuo. A los que tenemos la peregrina idea de señalar la necedad o la hipocresía de esas batallas retrógradas nos alcanza el fuego cruzado de una u otra infantería, y acabamos heridos y solos en un campo de batalla donde no hay lugar para los tibios.

Nada nuevo. Vamos de fanatismo en fanatismo. En los últimos tiempos hemos tenido presidentes que se llevan mal con las palabras, y acaso aquí hay una clave de la decadencia del país.

Primero Cristina, después Alberto, ahora Javier. Cada uno de ellos maltrata las palabras a su modo, pero los tres tienen algo en común: no sienten por ellas el menor respeto. En primer lugar, creo yo, respetar las palabras es observar una correspondencia entre lo que se piensa y lo que se dice, y entenderlas como un instrumento que habilita la comunicación entre las personas. La política suele abusar de ellas y las convierte en arma de manipulación o sometimiento, haciéndolas involuntarias portadoras del engaño y la propaganda. Respetar las palabras es también pensar lo que se dice y mantenerlo, asumirlo, haciéndose cargo. Decir una cosa hoy y otra distinta mañana, al calor del momento, es devaluarlas. Pero el respeto por la palabra se muestra sobre todo en aquello que más nos cuesta: escuchar. Porque nuestra palabra vale muy poco si no somos capaces de escuchar la del otro. En especial la de aquel que respeta las palabras y no piensa como nosotros.

La democracia tiene su marco legal, pero se sostiene en el trato cotidiano que se dan los individuos que la conforman. La intolerancia, el resentimiento o el odio, sentimientos destructivos que la palabra malversada de los cínicos estimula, no es patrimonio exclusivo de los demagogos. Son energías que van y vienen de arriba hacia abajo, en una circulación constante. Están entre nosotros. Los líderes populistas las alimentan con sus mentiras o sus dogmas para consolidar su proyecto de poder, en el que la palabra es siempre la primera víctima.

El insulto es la renuncia a la palabra. La propia y la del otro, a quien se le niega la capacidad de mantener un diálogo. Pero la incapacidad es de quien insulta.

Cristina fue una hábil prestidigitadora de las palabras. Construyó su poder en base a su discurso. Hablaba y hablaba. Tejía y tejía. El relato, fraguado con medias verdades y mentiras flagrantes, echó sal en las heridas de un país marcado por divisiones atávicas y convirtió la política en una lucha sin cuartel entre amigos y enemigos, dinámica en la que seguimos atrapados. A Alberto presidente lo condenó la ligereza con la que abre la boca para justificarse. Su relato, ceñido a su propia persona, es más modesto que el de Cristina. Pero a ambos los iguala la confianza en la efectividad seductora de su labia y la necesidad de construir una realidad ilusoria donde instalarse a vivir. También la actitud, propia del paranoico, de proyectar las propias faltas en el antagonista. Lo hizo esta semana Cristina en la carta contra Milei, en la que defiende cada peso de su generosa jubilación, y lo hizo Alberto, quien, acusado de maltratar a su esposa, dijo que el agredido fue él.

Javier Milei comparte con ellos ese tipo de reacción, una defensa retórica que nace de rasgos de la personalidad. Sin embargo, diría que el Presidente muestra su desprecio por la palabra sobre todo a través del agravio.

El insulto es la renuncia a la palabra. La propia y la del otro, el insultado, a quien se le niega la condición de persona capaz de establecer un diálogo. La primera incapacidad que aquí se revela, en cualquier caso, es la de quien insulta. Un problema, cuando se trata de un presidente. Dicen algunos que no importa lo que Milei dice, sino lo que hace. Que es de pusilánimes detenerse en las formas. Estoy en desacuerdo. La palabra es un acto. Con consecuencias. De hecho, sin diálogo de buena fe no hay democracia posible.

La política parece empeñada en agotar el poder sanador de la palabra. No hace falta meterse en las redes para advertir la virulencia de las discusiones. Hay una toxicidad que nos alcanza a todos. Sin duda, me alcanzó a mí. Cada vez más, me veo esquivando charlas y debates sobre el Gobierno, las oposiciones y las guerras culturales, sobre todo cuando estoy entre amigos y gente que quiero. Llega un punto en el que, aferrados a nuestra verdad, crispados, dejamos de escucharnos. Aunque la cosa no pase a mayores, queremos imponernos, alzamos la voz para callar al otro, y queda después un sabor amargo, frustrante. Resignarse al silencio sería todavía peor. Hay que trabajar con uno mismo. Y, a la fuerza, seguir confiando en el poder de la palabra.