Los inconformistas
No hay que darle muchas vueltas, hoy el lobo feroz es Donald Trump, y los países del mundo son tan solo casitas expuestas a sus furibundas embestidas. Cada casa es del material de quien la habita Solo pienso en Donald Trump. Se ha convertido en una neurosis personal, como en un cuento fantástico de Leopoldo Lugones. Trump es un monstruo moderno. Todo el rato va vestido con los tres colores de la bandera de su país: traje azul, camisa blanca y corbata roja. Aquí, eso lo hizo Fraga con los tirantes. Antes, el populismo se hacía con garbanzos, con tirantes... Cosas de realquilados. Ser de derechas consistía en conformarse con la vida. Se ve en El conformista, la novela de Alberto Moravia, y también en la versión cinematográfica de Bertolucci, los conformistas siempre han sido de derechas. Cuanto más conformista, más de derechas, así hasta llegar a ambos extremos. Pero, hoy, la derecha se ha vuelto inconformista. ¿Es que no le basta con mandar siempre? En absoluto. La derecha ya no se conforma con nada, ni con sí misma. ¿Han visto la película La sustancia? Parece que va de cuando ya no te quieren para dar saltos, pero también es la historia de la derecha, y de la ultraderecha, hoy día; porque explica cómo una y otra son la misma derecha, cómo ambas forman una sola persona. De un modo religioso, es igual que el misterio de la Santísima Trinidad. Se puede ser uno y trino a la vez, y no estar loco. Y literariamente, es como El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, la novela de Stevenson. Cuando Feijóo sale traspuesto de una reunión tumultuosa, o lee unas encuestas adversas, entra en pánico y cierra la puerta de su despacho para tomar la sustancia que le transformará en el señor Abascal. Pero siempre se trata de la misma persona, no se equivoquen. Los oscuros callejones donde no llega la luz de la democracia son su territorio favorito. En La sustancia, la bailarina joven sale de dentro del cuerpo de la bailarina envejecida, y una voz telefónica le dice: recuerda que tú eres ella y ella eres tú. Sois la misma. Bueno, no bailan, hacen aeróbic. Para sobrevivir, una se alimenta de la otra, y viceversa. Idéntico proceso se ha dado entre la ultraderecha actual y la derecha tradicional. La nueva nace en el seno de la vieja. Una a otra se fagocitan a costa de sí mismas. Y al mismo tiempo, se inicia un proceso de degradación, igual que ocurre en El retrato de Dorian Gray, la novela de Oscar Wilde. Pero en nuestra vida política, lo mismo que en La sustancia, no se degrada el retrato, sino el original, es decir, la democracia. Porque el original de todo partido político es el sistema político que los origina. Un sistema democrático tiende a originar partidos democráticos, hasta que empieza a descomponerse, a corromperse cuando los protagonistas venden su alma al diablo. Así mismo, Donald Trump surge del seno del partido Republicano. Alguien lo introdujo desde afuera como una sustancia extraña. O se introdujo a sí mismo, no vamos a ponernos picajosos, pues, sea como sea, el resultado es que Trump necesita parasitar un cuerpo político, y lo hace hasta el grado en que el partido depende de él para sobrevivir y, finalmente, él y el partido constituyen una misma persona. De este modo nacen los totalitarismos. La directora de La sustancia, Coralie Fargeat, es francesa, de París, la vieja nación donde el lepenismo se ha convertido en un título hereditario capaz de hacerse con el latifundio de toda Francia. En Europa, sabemos mucho de esto. Otra película reciente, Sangre en los labios, de la directora inglesa Rose Glass, comparte con La sustancia, no solo el discurso antipartriarcal, sino también el desmadre a la americana, tener un final apocalíptico y sin freno. Las descabelladas pelis de la Troma, en una, y la parodia del increíble Hulk, en la otra, son el pretexto para sus respectivos delirios en las escenas finales. Más que hablar de la vida, es cine que habla de códigos. Esto, ahora, se llama resignificación; pero en las canciones de Quilapayún se le decía: el día en que la tortilla se vuelva. Ha desaparecido el lenguaje de la calle, y por eso el pueblo ya no tiene voz. La voz llega del otro lado del aparato telefónico, de alguien que nunca vemos, como en La sustancia. A esta voz, hoy la llamamos lenguaje académico. Cuanta más resignificación, menos tortilla. Por otro lado, los garbanzos no crecen en las tierras raras. Trump prefiere los casquetes de hielo. Como decía Colombo, ¿me permiten una última pregunta? Y la pregunta es: ¿recuerdan el cuento de los tres cerditos y el lobo? Es que esto lo comprendí el pasado domingo viendo la obra de teatro Tres porques, de la compañía El Eje, en la sala Beckett, de Barcelona. Soy fan de la compañía El Eje. Son tres: Mar Pawlowsky, Eric Balbàs y Maria Hernández Giralt. Es gente de acción directa. Acción teatral, quiero decir. En su nueva obra (creada y escrita junto a Carla Tovias y Pau Masaló), le dan la v
No hay que darle muchas vueltas, hoy el lobo feroz es Donald Trump, y los países del mundo son tan solo casitas expuestas a sus furibundas embestidas. Cada casa es del material de quien la habita
Solo pienso en Donald Trump. Se ha convertido en una neurosis personal, como en un cuento fantástico de Leopoldo Lugones. Trump es un monstruo moderno. Todo el rato va vestido con los tres colores de la bandera de su país: traje azul, camisa blanca y corbata roja. Aquí, eso lo hizo Fraga con los tirantes. Antes, el populismo se hacía con garbanzos, con tirantes... Cosas de realquilados. Ser de derechas consistía en conformarse con la vida. Se ve en El conformista, la novela de Alberto Moravia, y también en la versión cinematográfica de Bertolucci, los conformistas siempre han sido de derechas. Cuanto más conformista, más de derechas, así hasta llegar a ambos extremos. Pero, hoy, la derecha se ha vuelto inconformista. ¿Es que no le basta con mandar siempre? En absoluto. La derecha ya no se conforma con nada, ni con sí misma.
¿Han visto la película La sustancia? Parece que va de cuando ya no te quieren para dar saltos, pero también es la historia de la derecha, y de la ultraderecha, hoy día; porque explica cómo una y otra son la misma derecha, cómo ambas forman una sola persona. De un modo religioso, es igual que el misterio de la Santísima Trinidad. Se puede ser uno y trino a la vez, y no estar loco. Y literariamente, es como El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, la novela de Stevenson. Cuando Feijóo sale traspuesto de una reunión tumultuosa, o lee unas encuestas adversas, entra en pánico y cierra la puerta de su despacho para tomar la sustancia que le transformará en el señor Abascal. Pero siempre se trata de la misma persona, no se equivoquen. Los oscuros callejones donde no llega la luz de la democracia son su territorio favorito.
En La sustancia, la bailarina joven sale de dentro del cuerpo de la bailarina envejecida, y una voz telefónica le dice: recuerda que tú eres ella y ella eres tú. Sois la misma. Bueno, no bailan, hacen aeróbic. Para sobrevivir, una se alimenta de la otra, y viceversa. Idéntico proceso se ha dado entre la ultraderecha actual y la derecha tradicional. La nueva nace en el seno de la vieja. Una a otra se fagocitan a costa de sí mismas. Y al mismo tiempo, se inicia un proceso de degradación, igual que ocurre en El retrato de Dorian Gray, la novela de Oscar Wilde. Pero en nuestra vida política, lo mismo que en La sustancia, no se degrada el retrato, sino el original, es decir, la democracia. Porque el original de todo partido político es el sistema político que los origina. Un sistema democrático tiende a originar partidos democráticos, hasta que empieza a descomponerse, a corromperse cuando los protagonistas venden su alma al diablo.
Así mismo, Donald Trump surge del seno del partido Republicano. Alguien lo introdujo desde afuera como una sustancia extraña. O se introdujo a sí mismo, no vamos a ponernos picajosos, pues, sea como sea, el resultado es que Trump necesita parasitar un cuerpo político, y lo hace hasta el grado en que el partido depende de él para sobrevivir y, finalmente, él y el partido constituyen una misma persona. De este modo nacen los totalitarismos. La directora de La sustancia, Coralie Fargeat, es francesa, de París, la vieja nación donde el lepenismo se ha convertido en un título hereditario capaz de hacerse con el latifundio de toda Francia. En Europa, sabemos mucho de esto.
Otra película reciente, Sangre en los labios, de la directora inglesa Rose Glass, comparte con La sustancia, no solo el discurso antipartriarcal, sino también el desmadre a la americana, tener un final apocalíptico y sin freno. Las descabelladas pelis de la Troma, en una, y la parodia del increíble Hulk, en la otra, son el pretexto para sus respectivos delirios en las escenas finales. Más que hablar de la vida, es cine que habla de códigos. Esto, ahora, se llama resignificación; pero en las canciones de Quilapayún se le decía: el día en que la tortilla se vuelva. Ha desaparecido el lenguaje de la calle, y por eso el pueblo ya no tiene voz. La voz llega del otro lado del aparato telefónico, de alguien que nunca vemos, como en La sustancia. A esta voz, hoy la llamamos lenguaje académico. Cuanta más resignificación, menos tortilla. Por otro lado, los garbanzos no crecen en las tierras raras. Trump prefiere los casquetes de hielo.
Como decía Colombo, ¿me permiten una última pregunta? Y la pregunta es: ¿recuerdan el cuento de los tres cerditos y el lobo? Es que esto lo comprendí el pasado domingo viendo la obra de teatro Tres porques, de la compañía El Eje, en la sala Beckett, de Barcelona. Soy fan de la compañía El Eje. Son tres: Mar Pawlowsky, Eric Balbàs y Maria Hernández Giralt. Es gente de acción directa. Acción teatral, quiero decir. En su nueva obra (creada y escrita junto a Carla Tovias y Pau Masaló), le dan la vuelta a la tortilla (resignificar no cabe aquí) del cuento de los tres cerditos. Es muy buena.
La protagonizan tres cerdas, que son tres obreras de la construcción que están levantando un matadero, o una nave. Vamos, que la obra teatral es una obra de currantes donde las obreras trabajan como cerdas, donde son explotadas igual que los cerdos de un matadero. Esta es la situación real de la mayoría de las trabajadoras del sector industrial cárnico. En la obra teatral, el testimonio en vídeo de Kana da fe de la infame situación laboral en la que se encuentran. Sobre el escenario, el sacrificio de los cerdos es el sacrificio humano de las trabajadoras. Como en La sustancia y en Sangre en los labios, aquí el discurso crítico alcanza al final de la obra un tono delirante, satírico, y las cerdas sacrificadas reparten bocadillos de salchichas entre los espectadores. No se la pierdan, aunque solo sea por salir merendado.
En Tres porques, hay una alusión rabiosa a la versión del cuento de los tres cerditos y el lobo, que hizo Walt Disney en sus famosos dibujos animados. Era el año 1933, Estados Unidos estaba en plena Gran Depresión, y aquel cortometraje irrumpía con el mensaje salvífico del capitalismo liberal. Por supuesto, en los dibujos de Disney ningún cerdito muere entre las fauces del lobo feroz, ni el lobo paga con su vida tanta ferocidad. Aquí, los cerdos se salvan tan solo gracias al trabajo duro y sin protesta. La canción de estos dibujos, ¿Quién teme al lobo feroz?, se hizo muy famosa entonces. Una lectura psicoanalítica nos permite identificar al lobo feroz con la crisis económica.
Más tarde, Walt Disney insistiría en las virtudes del esfuerzo de los trabajadores cuando todo va mal. De tal modo, en su versión de Blancanieves, de 1938, incluyó otra canción muy pegadiza que entonaría todo el país al unísono: Silbando al trabajar. No era lícita otra actitud. Trabajar y callar. Tal vez silbar. La canción acompañaba el desfile de los siete enanitos obreros que iban alegres al tajo diario. El compositor de ambos éxitos, ¿Quien teme al lobo feroz? y Silbando al trabajar, estaba alcoholizado y acabó pegándose un tiro en el corazón, con su escopeta, en el sofá de su casa. Tenía 40 años y se llamaba Frank Churchill. Cuando se mató, trabajaba en la música de Bambi, la historia de un cervatillo en medio de un incendio, que, en el lenguaje de Walt Disney, mostraba como se sentían los americanos en plena segunda guerra mundial.
He invocado tres veces seguidas el nombre de Walt Disney a pesar de que en Tres porques avisan de que hacerlo ante un espejo (cada artículo es un espejo donde se reflejan quienes leen y quien escribe) puede traer graves consecuencias. De hecho, en la obra, cada vez que sale su nombre saltan los plomos.
No hay que darle muchas vueltas, hoy el lobo feroz es Donald Trump, y los países del mundo son tan solo casitas expuestas a sus furibundas embestidas. Cada casa es del material de quien la habita. Groenlandia está hecha de hielo, por supuesto. México es una enorme pirámide misteriosa. Panamá es simplemente agua. Y el resto del mundo canta la pegadiza canción para que se le pase el miedo. Es decir, se conforma.