Pirulo, el histórico pescador de José Ignacio que provee a La Huella y Colagreco abrió su propio restaurante y se volvió un éxito
Además de ser quien provee de pescado a La Huella y los principales restaurantes de José Ignacio, Pirulo Correa es el primero de su familia de tres generaciones de pescadores en abrir su propio lugar
–¿Hace cuantos años pescás?
–60 años.
–Pero, ¿cuántos años tenés?
–61.
Vicente “Pirulo” Correa sonríe y baja la mirada para filetear otra corvina rubia. Son las 11 de una mañana de temporada alta, y el reloj corre en la casilla de madera que él tiene por cocina, junto a la laguna de José Ignacio.
–De gurí salía en el bote con papá, que era pescador, como mi abuelo. Al faro de José Ignacio se llegaba remando porque todavía no existía el puente –cuenta–. Toda esta zona de alrededor la laguna era monte, ¿podés creer?
Hoy, el desolado caserío de pescadores donde él se crió quedó inmerso en uno de los loteos más solicitados de Punta del Este. Así, Pirulo y su mujer, Cristina, se volvieron vecinos de un empresario suizo que construyó una de las primeras mansiones de la zona, y de muchos otros turistas argentinos, uruguayos y europeos.
Su sencilla casa de pescador sigue siendo, sin embargo, una de las mejores ubicadas. “Desde la terraza se ve toda la laguna, y desde la cocina, que queda del otro lado, se ve el mar y el faro”, cuenta el pescador devenido en empresario gastronómico. A sus espaldas burbujean en aceite hirviendo dos grandes canastos de acero con papas fritas, que de a ratos él sacude. Es el acompañamiento del pescado que en pocas horas su mujer y un empleado comenzarán a servir a unos metros, en su restaurante, El Rancho de Pirulo y Cristina.
Además de ser el proveedor de los principales restaurantes y paradores de la zona, como La Huella, Popeye, La Susana, entre otros, y ser quien, durante los primeros días de enero, le llevaba el pescado fresco a Colagreco para el pop up en Estancia Vik, Pirulo es el primero de su familia de tres generaciones de pescadores en aventurarse al mar. La temporada de verano pasada se convirtió también en el primero en abrir su propio restaurante, el cual rápidamente –y superando toda aspiración– se convirtió en un éxito rotundo.
“Hace pocos días estuvo almorzando acá Colagreco con todo su equipo de cocina. Vinieron para cerrar su temporada en Punta del Este. También estuvo Darín con su mujer y Graciela Alfano, que reservó una mesa de ocho personas para festejar su cumpleaños”, cuenta el pescador desde la casilla donde se limpia el pescado. Al lado, su ayudante de pesca hacha las corvinas y las escamas vuelan por toda la mesa. Las tripas y la piel van a parar a un tacho sobre el piso, donde el gato familiar las recibe con las garras en alto.
Parte de esta pesca irá a parar a su restaurante, donde desde temprano Cristina y cuatro empleados preparan la cocina. Hoy en el lugar le dan de comer, desde las 12 hasta las 18 horas, a más de 160 personas por día. Es tal la demanda, explican, que este año debieron agrandarse: construyeron ellos mismos un deck de madera sobre la costa de la laguna, lugar que instantáneamente se volvió el más codiciado del restaurante.
–¿Se imaginaron que les iba a ir tan bien?
–No, nunca. Nuestra idea era hacer un barcito para que pudieran venir a tomar una cerveza y comer algo algunos de los gurise’ que trabajan en los restaurantes de la zona: el Nico, el Santi, el Tatín. Ellos vienen. No esperábamos otra cosa. Pero se llenó, ¡se llenó de gringos! Gringos hay en cantidad –se ríe–. Esto arrancó solo, abrimos y enseguida teníamos el lugar repleto de gente.
–¿Por qué pensás que gustó tanto el lugar?
–Porque es todo fresquito. Pescado más fresco que este no vas a encontrar. Servimos lo que sacamos ese día. Por eso todos los días el menú es diferente. Pescamos en la laguna y, si el tiempo lo permite, en el mar. Además está el tema del precio. Acá comes con 750 pesos —US$17—, con refresco, postre y todo. Y comés de verdad, abundante. El postre es flan casero con dulce de leche, que lo hago yo. El pescado y los mariscos los cocinamos igual que como lo hacemos de toda la vida para nosotros: sal, pimienta, adobo…Y se acompaña de papas fritas y ensalada de coleslaw.
–¿Cómo los recibieron los turistas y locales de la zona?
–Bárbaro. El año pasado hacíamos 80, 100 cubiertos por día. Ahora hacemos entre 160 y 200. Llegamos a 250 cubiertos el 30 de enero. Algunos se van mal porque tienen que esperar, pero trabajamos así: mientras tú estés sentado tomándote una cerveza, nosotros no te vamos a ir a sacar. Tú puedes estar toda la tarde igual, no pasa nada. Hay gente, viste, que quiere que hagamos como en otros restaurantes, que después de hora y media o dos te tienes que ir. Los primeros llegan a eso de las 12.30 y cuando viene el pelotón de las 14 ya se están yendo.
Un cambio de vida radical
Con el paso del tiempo y la urbanización de José Ignacio, la vida de los pescadores locales cambió. Cuando Pirulo era chico, su familia vivía en comunidad. Los siete hermanos pescadores de su padre almorzaban juntos con sus mujeres y sus hijos, una manada de niños que durante la semana vivían en San Carlos, donde iban al colegio, y los fines de semana llegaban a José Ignacio a ayudar con la pesca.
–La vida de los gurise’ acá era como la de los indios. Por la mañana acompañábamos en la pesca. Los botes eran todos a remo y se remaba de a cuatro remos. Tardábamos tres horas en cruzar la laguna. Las redes las hacíamos nosotros, igual que los botes. Después, a los gurise’ nos tocaba la parte de limpiar el pescado, desangrar el bacalao y secarlo al sol. Y a la tarde jugábamos a la pelota.
Ahora la vida en la zona es mucho más cómoda, dice. Ya no hay que ir hasta San Carlos para vender el pescado porque todo lo que se pesca es recibido por los locales gastronómicos de José Ignacio.
El gran cambio se dio hace 25 años, cuando él comenzó a salir a pescar al mar, una novedad para su familia de pescadores de la laguna. Fue entonces que se convirtió en el principal proveedor de pescado de los primeros restaurantes que abrieron en José Ignacio, entre ellos, La Huella, que permanece abierto todo el año.
Desde entonces no solo su vida cambió: también lo que se pesca y lo que se vende. Algunos de los pescados que antes devolvían al agua porque nadie los compraba hoy son considerados de lujo.
–Antes se vendía pejerrey principalmente. La lisa y la corvina negra no se vendían porque no las comía nadie, y ahora son de los más caros. Las tendencias van cambiando porque va cambiando el mar también. Antes había 100 veces más pescado que ahora. En un solo trasmallo de red sacábamos 70, 80 cajas de esta corvina blanca, que son 1500, 2000 kilogramos. Hoy, un muy buen día sacamos 800 kilogramos. Lo bueno es que ahora el pescado tiene otro precio. Recuerdo que con papá sacamos una vez en el fondos de la laguna 13.000 kilogramos de corvina y no nos dio para comprar una tele. Y ahora vendés una corvina y casi que te comprás un plasma –se ríe.
–¿Había variedades de pescado que ahora no hay?
–Sí, cuando empezamos a salir al mar, en el 2000, sacábamos pez gallo, que ya hace mucho que no veo. También mucha anchoa, que casi no queda, y pescadilla y brótola, que ahora queda muy poco. Antes elegíamos qué sacar: cuando íbamos al mar y sacábamos brótola, cazones o pescadilla, los sacudíamos de vuelta al agua para que se vayan, porque no tenían venta. Ahora todo tiene venta pero hay menos, mucho menos. Así que sacamos y vendemos todo lo que encontramos
–¿Cuánto tiempo salen a pescar?
–Yo ya no salgo todos los días. Mi compañero sí. Ayer salió toda la noche, pero cortó porque había viento. Hoy a la noche vuelve a salir. A veces salimos de tarde, según el tiempo. Pescamos acá o en la Laguna Garzón, y al mar salimos cuando el tiempo está bueno, porque si no el agua te pega cada paliza…
El año pasado, con la apertura del restaurante, la ecuación de la familia Correas volvió a cambiar: “Nos ayudó mucho tener nuestro propio restaurante. Abrimos justamente para que nos rindiera el pescado, porque no es lo mismo 1 kilo de pescado que tú vendas que 1 kilo de pescado que tú lo haces –explica– A nuestros principales clientes, como La Huella y otros, los cuidamos, porque son clientes de todo el año. A veces nos quedamos con menos pescado nosotros para darle a ellos”.
La vida del lugar en invierno sí se mantiene similar a la de antes, dice. Los días de semana él o su ayudante salen a pescar para vender el pescado fresco a quienes vienen a comprar, especialmente los operarios que trabajan en las construcciones de la zona, un rubro que no cesa. Los fines de semana abren el restaurante para los turistas ocasionales y los residentes de la zona, que son cada vez más. “Viene mucha gente, incluso en invierno”, dice Pirulo.