Seis precisiones sobre el derecho de privacidad

Días atrás, y de los peores modos (como suele ser la práctica propia de estos tiempos), se reabrió en nuestro país la discusión sobre la moral privada, más precisamente, sobre el derecho a la privacidad, sus alcances y límites. Primero, a partir de un inexcusable discurso presentado por el primer mandatario en Davos, y luego, en razón de las apresuradas e impertinentes aclaraciones (tal como es ya habitual) hechas por su jefe de Gabinete (del tipo: “ningún problema con la homosexualidad, pero puertas adentro”). La cuestión en juego es difícil y de enorme importancia, pero, por suerte, lo que sostiene nuestro derecho en la materia es muy claro y contundente. En todo caso, en honor a la relevancia del tema y la complejidad del asunto, en lo que sigue ofreceré seis precisiones en torno a esta discusión, con la ayuda del derecho vigente y –en lo que resulte necesario– referencias a la teoría jurídica contemporánea.En primer lugar, corresponde decir (contra lo sostenido por el jefe de Gabinete) que el derecho de privacidad que protege el artículo 19 de la Constitución no se refiere a un “espacio geográfico” (“puede hacer lo que quiera, pero en su cuarto”) ni se limita a garantizar protección a las acciones que se realizan “lejos de la vista de los demás” (“haga lo que quiera, pero cerrando las persianas de la casa”). Ese modo de pensar la “privacidad” fue muy justamente criticado (años atrás y sobre todo) por defensores de los derechos de las mujeres. Aquella vieja lectura (privacidad como “lo que quiera, pero en su cuarto”) parecía implicar que la violencia marital era irreprochable si se hacía “lejos de la mirada de los otros” (el astro del fútbol americano O.J. Simpson, que terminó matando a su pareja, alegó alguna vez, desde la ventana de su departamento, y al ver que la policía lo perseguía, que “mi casa es mi castillo”, nadie, por lo tanto, podía meterse con lo que él hacía allí adentro). Contra esa lectura reduccionista, errónea, de la idea de privacidad, nuestra Constitución define las acciones privadas, primariamente, como aquellas que no “perjudiquen a un tercero”. Por eso mismo, aun si ciertos sistemáticos actos de violencia se llevasen a cabo en el subsuelo del propio domicilio (como en el caso de Josef Fritzl, el “monstruo de Austria”), esos actos no podrían considerarse “actos privados” (y por tanto irreprochables), según nuestro derecho. Ello así desde el momento en que implican un grave “daño a terceros”. Conviene subrayar que, de este modo, nuestro derecho incorpora un principio que el gran pensador liberal John Stuart Mill consideró que era suficiente para organizar todo el derecho: el principio según el cual ninguna acción merece ser regulada o limitada por el Estado, en la medida en que no implique un daño sobre terceros.En segundo lugar, la idea de daño a terceros no debe entenderse como incorporando lo que son meras “preferencias externas” (al decir del notable jurista Ronald Dworkin). Es decir, si una persona religiosa y de costumbres conservadoras alegara sufrir un “daño” luego de ver a dos personas del mismo sexo besándose por la calle, habría que aclararle que esa es su mera “preferencia externa”, es decir, simplemente, su fuerte deseo de que los demás vivan o actúen del modo en que él prefiera. Para nuestro derecho, este tipo de reclamos (preferencias externas) no califican como “daños”.En tercer lugar, la idea de “no provocar daño sobre terceros” –aunque siempre será difícil de precisar en sus mínimos detalles– debe entenderse como referida a daños serios, graves. Si, por dar un ejemplo, un padre dijera que sufre un “daño” porque su hijo opta por seguir una carrera artística en lugar de medicina o ingeniería, como él querría, ese reclamo de “daño” no debería tomarse en cuenta, siquiera si luego comprobáramos la realidad de la afectación física (un dolor de estómago, pongamos) de ese padre: no se trata de una acción (un daño) que amerite hacer un llamado a la intervención del Estado. Es el tipo de cosas que dejó en claro la Corte Suprema de Justicia en “Alitt”, cuando aclaró que el daño alegado debía ser serio, cierto y concreto (vale la pena aclarar que en este fallo, de 2006, la Corte dejó contundentemente de lado la posición, conservadora y perfeccionista, que ella misma había sostenido 15 años antes en el caso de la Comunidad Homosexual Argentina, en la que el actual juez Carlos Rosenkrantz actuó como abogado de la CHA).En cuarto lugar, tampoco corresponde que el derecho le impute a la persona 1 el daño que sufre la persona 2, si entre la acción que realiza 1 (por ejemplo, consumir estupefacientes) y la que realiza 2, imitándolo –imaginemos que 2 muere por sobredosis, luego de haber tratado de emular o “copiar” a 1– se encuentra un acto voluntario, realizado por una persona adulta (en este caso, supongamos, 2 imitando la conducta de consumo de 1). Este principio también forma parte del derecho argentino, al menos desde el fallo “Arriola”, y toda su (gloriosa y aún más robusta) prog

Feb 5, 2025 - 06:38
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Seis precisiones sobre el derecho de privacidad

Días atrás, y de los peores modos (como suele ser la práctica propia de estos tiempos), se reabrió en nuestro país la discusión sobre la moral privada, más precisamente, sobre el derecho a la privacidad, sus alcances y límites. Primero, a partir de un inexcusable discurso presentado por el primer mandatario en Davos, y luego, en razón de las apresuradas e impertinentes aclaraciones (tal como es ya habitual) hechas por su jefe de Gabinete (del tipo: “ningún problema con la homosexualidad, pero puertas adentro”). La cuestión en juego es difícil y de enorme importancia, pero, por suerte, lo que sostiene nuestro derecho en la materia es muy claro y contundente. En todo caso, en honor a la relevancia del tema y la complejidad del asunto, en lo que sigue ofreceré seis precisiones en torno a esta discusión, con la ayuda del derecho vigente y –en lo que resulte necesario– referencias a la teoría jurídica contemporánea.

En primer lugar, corresponde decir (contra lo sostenido por el jefe de Gabinete) que el derecho de privacidad que protege el artículo 19 de la Constitución no se refiere a un “espacio geográfico” (“puede hacer lo que quiera, pero en su cuarto”) ni se limita a garantizar protección a las acciones que se realizan “lejos de la vista de los demás” (“haga lo que quiera, pero cerrando las persianas de la casa”). Ese modo de pensar la “privacidad” fue muy justamente criticado (años atrás y sobre todo) por defensores de los derechos de las mujeres. Aquella vieja lectura (privacidad como “lo que quiera, pero en su cuarto”) parecía implicar que la violencia marital era irreprochable si se hacía “lejos de la mirada de los otros” (el astro del fútbol americano O.J. Simpson, que terminó matando a su pareja, alegó alguna vez, desde la ventana de su departamento, y al ver que la policía lo perseguía, que “mi casa es mi castillo”, nadie, por lo tanto, podía meterse con lo que él hacía allí adentro).

Contra esa lectura reduccionista, errónea, de la idea de privacidad, nuestra Constitución define las acciones privadas, primariamente, como aquellas que no “perjudiquen a un tercero”. Por eso mismo, aun si ciertos sistemáticos actos de violencia se llevasen a cabo en el subsuelo del propio domicilio (como en el caso de Josef Fritzl, el “monstruo de Austria”), esos actos no podrían considerarse “actos privados” (y por tanto irreprochables), según nuestro derecho. Ello así desde el momento en que implican un grave “daño a terceros”. Conviene subrayar que, de este modo, nuestro derecho incorpora un principio que el gran pensador liberal John Stuart Mill consideró que era suficiente para organizar todo el derecho: el principio según el cual ninguna acción merece ser regulada o limitada por el Estado, en la medida en que no implique un daño sobre terceros.

En segundo lugar, la idea de daño a terceros no debe entenderse como incorporando lo que son meras “preferencias externas” (al decir del notable jurista Ronald Dworkin). Es decir, si una persona religiosa y de costumbres conservadoras alegara sufrir un “daño” luego de ver a dos personas del mismo sexo besándose por la calle, habría que aclararle que esa es su mera “preferencia externa”, es decir, simplemente, su fuerte deseo de que los demás vivan o actúen del modo en que él prefiera. Para nuestro derecho, este tipo de reclamos (preferencias externas) no califican como “daños”.

En tercer lugar, la idea de “no provocar daño sobre terceros” –aunque siempre será difícil de precisar en sus mínimos detalles– debe entenderse como referida a daños serios, graves. Si, por dar un ejemplo, un padre dijera que sufre un “daño” porque su hijo opta por seguir una carrera artística en lugar de medicina o ingeniería, como él querría, ese reclamo de “daño” no debería tomarse en cuenta, siquiera si luego comprobáramos la realidad de la afectación física (un dolor de estómago, pongamos) de ese padre: no se trata de una acción (un daño) que amerite hacer un llamado a la intervención del Estado. Es el tipo de cosas que dejó en claro la Corte Suprema de Justicia en “Alitt”, cuando aclaró que el daño alegado debía ser serio, cierto y concreto (vale la pena aclarar que en este fallo, de 2006, la Corte dejó contundentemente de lado la posición, conservadora y perfeccionista, que ella misma había sostenido 15 años antes en el caso de la Comunidad Homosexual Argentina, en la que el actual juez Carlos Rosenkrantz actuó como abogado de la CHA).

En cuarto lugar, tampoco corresponde que el derecho le impute a la persona 1 el daño que sufre la persona 2, si entre la acción que realiza 1 (por ejemplo, consumir estupefacientes) y la que realiza 2, imitándolo –imaginemos que 2 muere por sobredosis, luego de haber tratado de emular o “copiar” a 1– se encuentra un acto voluntario, realizado por una persona adulta (en este caso, supongamos, 2 imitando la conducta de consumo de 1). Este principio también forma parte del derecho argentino, al menos desde el fallo “Arriola”, y toda su (gloriosa y aún más robusta) progenie liberal (i.e., “Bazterrica”, de 1986 y la Corte durante el gobierno de Alfonsín).

En quinto lugar, para determinar que cierta acción, efectivamente, es la que “causa” un cierto daño debe examinarse la fortaleza de la correlación causal que existe entre la acción de un sujeto X y el daño eventual o ya provocado por esa acción. Para que se entienda, y por ejemplo: se cumple bien con el “principio de Mill” (“la intervención del Estado se justifica para prevenir o responder a daños sobre terceros”) cuando, luego de un control positivo de alcoholemia, se sanciona a alguien (i.e., se le impide conducir en estado de embriaguez), porque la correlación entre “conducir alcoholizado” y generar daños o accidentes es muy alta. En cambio, y, por ejemplo, los estudios con los que contamos no muestran una correlación fuerte entre el consumo de pornografía (violenta) y las agresiones contra las mujeres (esto, por ejemplo, contra lo que alegó Catharine MacKinnon en su libro Only Words, en donde esta gran feminista radical procuró demostrar que cierta pornografía no debía verse como “mero discurso” –y por tanto como no censurable–, sino como “daño”, y por tanto susceptible de censura).

En sexto y último lugar, mencionaría que la idea –aquí defendida– según la cual puede justificarse que el Estado intervenga –por ejemplo, sancionando a alguien– luego de que dicha persona cometa un (serio) daño a terceros, no debe entenderse nunca como ofreciendo una “carta blanca” a cualquier tipo de respuesta estatal (i.e., un castigo violento, la privación de la libertad). El principio en juego siempre debe ser que los castigos más fuertes (i.e., una eventual prisión; una inhabilitación permanente) deben entenderse como “ultima ratio”, es decir reservarse solo para los casos más fuertes o extremos, en lugar de distribuirse ligeramente, como suele ocurrir en nuestro país, en cualquier caso y frente a cualquier causa.

Estas precisiones deben considerarse un modo de contribuir a la discusión pública sobre la cuestión de la “moral privada” y para impedir que ella quede a merced de los agraviantes y confusos dichos que, sobre el tema, hoy nos llegan desde la cúpula del poder. El derecho a la privacidad es uno de los asuntos más delicados, importantes y difíciles que tenemos, pero, por fortuna, tanto nuestro derecho como la teoría contemporánea nos ofrecen una extraordinaria ayuda para transitar con claridad y firmeza en torno a la cuestión

Doctor en leyes, sociólogo